lunes, 25 de agosto de 2014

Paul Veyne. Fragmento de "Foucault. Pensamiento y vida" (Paidos, reedición 2014) publicado en suplemento RADAR de Página 12, el 17/8/14


Este supuesto izquierdista, que no era freudiano ni marxista, ni socialista, ni progresista, ni tercermundista, ni heideggeriano, que no leía ni a Bourdieu ni Le Figaro, que no era ni “nietzscheano de izquierdas” (como algunos), ni por supuesto de derechas, fue el inactual, el intemporal de su época, recuperando para definirlo un término justamente nietzscheano. Era inconformista, algo que bastaba para clasificarlo como de izquierdas. Y, sin embargo, cuando era profesor en Vincennes, después de los hechos de Mayo del ’68 consideraba –en su fuero interno– a los maoístas y a los grupos izquierdistas fenómenos simpáticos y hasta útiles, por agitadores, pero también como fenómenos subalternos. En cuanto a ellos, lo consideraban imprevisible. Foucault era astuto. Como prefería caer del lado de la izquierda, se guardaba mucho de disipar el equívoco, el matiz, que separaba su atemporalidad del izquierdismo de sus admiradores. Lo cierto es que sólo entre los militantes de izquierdas y con el diario Libération podía encontrar algunos camaradas para acompañarlo en sus luchas concretas.

Me apresuro a añadir que en cambio era un hombre muy íntegro, poco dispuesto a hacer concesiones a ninguna opinión en interés de su carrera. Cada escritor gestiona sus intereses de carrera profesional de forma más o menos ostensible, con mayor o menor torpeza, más o menos duramente. Foucault no descuidaba sus intereses y para ello recurría a cierta diplomacia, pero sus verdades no eran negociables. Vivía ante todo para sus libros y para sus ideas. Una confidencia con la que acostumbraba a abrumarme periódicamente era lo mucho que le pesaba no poder publicar sus cursos con la rapidez que le habría gustado. Las personas que, después de que él muriera, editaron de manera realmente ejemplar sus Cursos y sus Dichos y escritos colmaron sus deseos póstumos.

La derecha siempre presintió en Foucault al enemigo público, y no se engañaba en ello, pues lejos de denunciar al mundo moderno con su pan, su circo y su virtualidad, él actualizaba, sin satirizarla, la fábula del mundo en toda su envergadura. En cuanto a mí se refiere, sólo podía contar con mi aprobación, puesto que el tranquilo oficio de historiador consiste en hacer eso mismo. La lucidez intemporal distingue a los atemporales como él de los antimodernos, que no lo apreciaban mucho (Jean Baudrillard era un antimoderno, en mi opinión).

Para mayor satisfacción de los historiadores, Foucault estaba dispuesto a ahondar las diferencias radicales en todos lados y en todas las épocas. No obstante, a la vez siempre hacía hincapié en que las supuestas raíces no estaban arraigadas en nada. Todo el mundo o casi todo el mundo se huele que es así más o menos, pero en general suele olvidarlo para vivir en paz, o bien se detiene a pensar en ello sólo sentado a la mesa de trabajo. Foucault, en cambio, no lo olvidaba nunca y, sin dejar de ver el mundo desde el punto de vista de Sirio, lo veía también como un campo de batalla potencial, en un momento en que este mundo, tan antiguo como moderno, había perdido a su juicio completamente su legitimidad. Foucault trabajaba mucho, y no vivía en un estado permanente de indignación ni de fervor militante, aunque se mantenía informado y lanzaba de vez en cuando, si la ocasión lo reclamaba, alguna que otra denuncia, una mano contra un abuso intolerable.

Entre las innovaciones del inicio de su septenato, Giscard d’Estaing planteó la idea de invitar a un puñado de eminentes intelectuales, entre ellos Madame de Romilly, a un almuerzo en el Elíseo. Foucault se mostró dispuesto a acudir con la condición de que se le permitiera preguntar al presidente sobre el proceso conocido como del pulóver rojo, donde un culpable que tal vez no lo era fue condenado a muerte y guillotinado, después de que Giscard se negara a concederle la gracia. Foucault no acudió al Elíseo.

Si se pretende delimitar un tipo de humanidad, había en Foucault esa “renuncia escéptica a encontrar un sentido al mundo” del que habla Max Weber, que lo consideraba con cierta exageración como una actitud “común a todas las capas intelectuales de todos los tiempos”. Es imposible saber qué pensaban de sus héroes Homero, Eurípides, Shakespeare, Chejov o Max Weber. Al tratar a Foucault uno encontraba, al menos si formaba parte de sus amigos (más valía no ser uno de sus enemigos, pues resultaba temible contra quienes querían pensar en su contra sin llegarle a la suela de los zapatos o que consideraban que el rigor de su pensamiento debería haberles valido más que a él la fama) uno encontraba, como digo, una actitud atenta y exenta de juicios: exponer en sus libros las doctrinas más curiosas sin emitir un juicio; acoger, con la simpatía y la admiración de un naturalista ante la inventiva de la Naturaleza, toda la variedad de lo humano con sus excentricidades, sus caprichos, sus ridículos, sus excesos, sus arrebatos de megalomanía, y no lamentarse por ello ni burlarse.

Un día, en su casa, sorprendí una de sus continuas conversaciones al teléfono con Libération. Acababa de conocer a una mujer poderosa, a la que la izquierda odiaba, Marie-France Garaud, consejera en el Elíseo. “¡No, ella tiene una personalidad más literaria que política!”, protestaba Foucault ante la sorpresa de su interlocutor. Después de colgar, se volvió hacia mí pensando soñadoramente, estoy seguro, en su infancia: “Lástima que mañana tenga clases en el Collège. Si no, ¡creo que habría podido pasar la tarde sentado en las rodillas de Marie-France Garaud!”. A eso lo llamo yo humanismo o no sé lo que me digo.

Esa era la regla tácita de la vida de salón que había instituido en un apartamento, impecablemente llevado, de la calle de Vaugirard. No había chismorreos en esas veladas salpicadas por sus enormes carcajadas humorísticas, y en las que el infortunado Hervé Guibert, que por entonces ya era un escritor conocido y que ignoraba que estaba destinado a una muerte temprana, derrochaba encanto, sin notas mordaces. Foucault, que no tenía groupies ni fans, era amistoso, leal y generoso con las personas que no lo envidiaban y se comportaban con él como amigos e iguales. Vale la pena añadir que el acero de su ego no carecía de las burbujas de vanidad que de vez en cuando encontramos en las grandes personalidades, que hacen que los vanidosos rechinen los dientes pero les resbalan a los que no lo son. En ese salón igualitario, educado y anticonvencional, los invitados disfrutaban en paz la libertad de ser ellos mismos. Las puertas siempre estuvieron abiertas para mí, sin importar quiénes fueran los invitados de la noche, pues Foucault me había otorgado el título de “Homosexual de Honor”, aunque sin ahorrarme un pequeño reproche: “Un hombre como tú, abierto de miras, instruido, ¡mira que preferir a las mujeres!”.

Y pese a esto, una mañana tuve constancia de su propia apertura de miras. Durante los períodos en que yo enseñaba en el Collège de France, Foucault me ofrecía generosamente plato en su mesa y hospitalidad en un estudio que era una prolongación de su apartamento. En aquellos días resucitamos a pequeña escala el universo de compañerismo de la calle de Ulm; nos llamábamos con nuestros alias de la época: él era “el Fouks”, el Zorro. Además, un detalle cuya trascendencia enseguida quedará clara: el lector conocerá la carta tan conmovedora como insensata que Nietzsche, en los últimos años de su locura, le escribió a Cosima von Bülow, convertida en Cosima Wagner: “Ariane, te amo”, carta que firmó como Dioniso, pues creía ser la reencarnación de este dios. ¡Cósima von Bülow, el último y gran amor de Nietzsche!

Pues bien, una mañana, a la hora del desayuno, me despertaron unos sonidos procedentes de la habitación vecina, donde sonaban unas cucharitas y conversaban alegremente dos voces, la de Foucault y una fresca voz femenina. Sorprendido e incómodo, llamé a la puerta, solté unas tosecitas, entré y descubrí a una pareja recién salida de la cama. Ahí estaba Michel Foucault acompañado de una joven belleza de rostro inteligente. Iban vestidos igual, con sendos suntuosos kimonos (o más bien yukatas) que Foucault había traído de Tokio. Me invitaron a sentarme con ellos y siguió una amable conversación hasta que la desconocida, que hablaba un francés sin acento, se despidió. Apenas cerrada la puerta de entrada, Foucault, más orgulloso de su transgresión que un pavo real, se volvió hacia mí y me dijo: “¡Hemos pasado la noche juntos! ¡La he besado en la boca!”. Luego me contó que habían pensado incluso en casarse, pero con la condición de que Foucault pudiera tomar el apellido de su mujer: “¡Me habría llamado Michel von Bülow!”. El código civil lo impedía y ya imaginamos cuánto debió de lamentarlo un nietzscheano como él.

Otras personas han hablado mejor de lo que yo podría hacerlo de la otra cara de este gran señor, alto y elegante, seco como un palo, que demostró su arrojo más de una vez (por ejemplo, en una playa tunecina, un día se precipitó a un cabaret en llamas para salvar al dueño, con el peligro de resultar víctima de la explosión de la garrafa). Habitualmente los intelectuales no temen el peligro, les temen a las peleas, afirmaba mi difunto amigo Georges Ville, oficial en el Deuxième Bureau, de quien Foucault estuvo platónicamente enamorado en los tiempos de la calle de Ulm (“Con ese humor melancólico, ¡cuánto debe de haber sufrido por ser tan guapo!”, me decía). Foucault no tenía miedo a las peleas: “Sólo existe el valor físico”, declaraba. La valentía es un cuerpo caliente. Esto, por cierto, nos enseña a rectificar nuestras definiciones, pues no se explota el trabajo del obrero, sino el cuerpo del obrero; no se forma a civiles en la disciplina militar, sino que se los amaestra, se acostumbra sus cuerpos para tener poder sobre esos cuerpos; el sistema carcelario recluye cuerpos.

Este amigo de los malditos poseía la vivacidad de un antiguo desollado vivo, víctima de los prejuicios sexuales, que, gracias a su orgullo, tomó partido por sí mismo, por ser él mismo, contra sus opresores. Le avergonzaba haber sido en su adolescencia la víctima sumisa de su entorno, me contó allá por 1954, prácticamente escupiendo las palabras.

En esos tiempos ya lejanos, en la Escuela Normal, que contaba con unos trescientos muchachos, la homosexualidad era invisible y estaba marcada por una condena total. Al final de su estancia, Foucault dejó entrever cuál era su verdad ante un puñado de discípulos y admiradores. El era entonces un hombre joven, instalado con una amargura cargada de agresividad en su diferencia y en su desprecio a los demás y a sí mismo. Había interiorizado de tal modo la exclusión que un día de 1954 me habló con mucha amargura de “la gran comedia histérica” que era la homosexualidad. Su malestar estallaba ocasionalmente en forma de burlas vengativas ante el espectáculo de los héteros, sus tranquilos opresores. El Partido Comunista no era ni mucho menos el último en practicar dicha exclusión, y cierto escándalo en nuestra célula, precisamente en torno de 1954, nos descubrió cuánto sufrimiento provocaba este prejuicio a varios camaradas nuestros.

Aun a riesgo de caer en la anécdota, quiero traer un recuerdo minúsculo que muestra dónde estaba el tabú en 1954. Cuando Foucault supo que nuestro cuarteto de normalianos había tenido un comportamiento bastante digno ante el drama que acabo de mencionar, él decidió no “salir del armario” sino abrirnos los ojos de golpe. Cocteau, que por entonces era “compañero de ruta” del Partido Comunista, acababa de ser elegido miembro de la Académie Française y estábamos ironizando sobre el artículo elogioso que L’Humanité había publicado para la ocasión. Pasando sin transición del diario a Cocteau, Foucault profirió de pronto: “Ella es una completa loca. Le preguntan: ‘¿Dónde pasará las vacaciones de verano, Maestro?’, y va ella y responde coquetamente: `No saldré de París: tengo pruebas de vestuario’”. Un escalofrío me recorrió la espalda, pues era la primera vez que oía personalmente ese ella, un femenino de la lengua secreta del infierno que nos obligaba a dejar de ignorar que existían malditos entre nosotros. Este “loca” tampoco era el femenino de “loco”, sino un término técnico en la sociedad secreta en la que Foucault era un iniciado sin esconderlo. La sociedad chismosa de la que habla Proust en Sodoma y Gomorra.

Cuando me reencontré con Foucault veinte años después, en el Collège de France, ya no lanzaba burlas ni chismorreaba, ya no tenía nada de histérico; dicho en sus propias palabras, se había convertido en un “buen marica, sin problemas”. En su juventud, me contaba, empezó por atravesar un período de ligue a todo trapo, tal y como la moda exigía. “¿Con cuántas mujeres te has acostado en tu vida? –me preguntó–. Yo, cuando empezaba, llegué a acostarme con doscientos hombres durante el primer año.” Un testigo me ha asegurado que la cifra es algo exagerada, como lo son las que encontramos en el Antiguo Testamento. Luego, una relación muy apasionada y dolorosa fue muy importante para él; más tarde llegó el amor duradero, las décadas de compañerismo con Daniel Defert, al que le unía un afecto profundo.

No obstante, me contó también que su gran pasión en sus años de estudiante de bachillerato no fueron los primeros escarceos homosexuales sino consumir todas las drogas que pudo conseguir en casa de su padre, que era cirujano, para comprobar por sí mismo cómo alteraban el pensamiento, y que existían varios pensamientos posibles. “Mamá, ¿qué piensa un pez?”, le preguntó un día a su madre delante de la pecera donde nadaban varios pececillos rojos. El pensamiento de un pez, las drogas, la droga, la locura, todo eso demostraba que nuestra manera habitual de pensar no era la única posible. Así arrancan las vocaciones filosóficas.