jueves, 31 de enero de 2013

Benoît Peeters. "Derrida" (FCE, enero de 2013)



Escribir la vida de Jacques Derrida es contar la historia de un pequeño judío de Argel, expulsado de la escuela a los 12 años, que se convirtió en el filósofo francés más traducido en el mundo; la historia de un hombre frágil y atormentado, que hasta el final de sus días no dejó de sentirse un "mal querido" de la universidad francesa. Es revivir mundos tan diferentes como la Argelia anterior a la independencia, el microcosmos de la École Normale Supérieure de París, la nebulosa estructuralista o las turbulencias del período posterior a Mayo del 68. Es repasar una serie de amistades con escritores y filósofos excepcionales, como Louis Althusser, Maurice Blanchot, Jean Genet, Emmanuel Levinas y Jean-Luc Nancy. Es reconstituir una no menos larga serie de polémicas, ricas en desafíos pero a menudo brutales, con pensadores como Claude Lévi-Strauss, Michel Foucault, Jacques Lacan, John Searle o Jürgen Habermas, al igual que varios affaires que se expandieron más allá de los círculos académicos e involucraron a intelectuales como Martin Heidegger o Paul de Man. Es reconstruir sus valientes compromisos políticos a favor de Nelson Mandela, los inmigrantes ilegales o el matrimonio gay. Es relatar la riqueza de un concepto –la deconstrucción– y su extraordinaria influencia, mucho más allá del mundo filosófico, en los estudios literarios, la arquitectura, el derecho, la teología, el feminismo o los queer studies.
Para escribir esta apasionante biografía, Benoît Peeters realizó más de cien entrevistas y fue el primero en recorrer el inmenso archivo personal y la abundante correspondencia de Jacques Derrida. Este libro renueva profundamente nuestra mirada respecto de aquel que, sin duda, será recordado como uno de los filósofos más importantes de la segunda mitad del siglo XX

Traducción: Gabriela Villalba

miércoles, 30 de enero de 2013

Luciano Lutereau. "Los usos del juego. Estética y clínica" (Letra Viva-Voces del Foro, 2013)




Este libro se propone un ejercicio metodológico y clínico (antes que de teoría y técnica). La pregunta que inicialmente lo guía –como hilo conductor– podría ser formulada del modo siguiente: ¿cómo hablar del juego? O, en otros términos, ¿cómo poder decir algo sobre una noción que tiene las más diversas acepciones y nombra prácticas de diversa índole?
En la primera parte, se realiza una descripción estética de la experiencia del juego en función de cuatro categorías: representación, objeto, resto y repetición. El propósito de esta elaboración es cernir la estructura temporal que fundamenta el acto de jugar, en función de una lógica del resto como resistencia, que lo reconduce desde un objeto “concreto” (el juguete) a un empleo fundamental del jugante (el fantasma).
En la segunda parte del libro se desarrollan las vías de interrogación de esa producción del resto a través de las formas del objeto a, con el objetivo de plantear diferentes usos del juego para la estructuración del deseo.

martes, 29 de enero de 2013

Josefina Dartiguelongue. "El sujeto y los cortes en el cuerpo. Para una clínica de la autoincisión" (Letra Viva, 2013)



No es posible –al contrario de lo que muchas veces sucede– hablar de “los cortes en el cuerpo” como un fenómeno homogéneo. Es elocuente cómo esta práctica, que circula en la cultura, detenta su plasticidad al demostrarse apta para encarnar distintas funciones. Es decir, que esta intervención en el cuerpo puede erigirse frente a diversas coyunturas, instalarse como distintos modos de respuesta del sujeto e, incluso, presentarse del lado de cualquiera de los tres registros (R, S, I). Por cierto, es posible vislumbrar en la clínica que no sólo esta práctica de generarse tajos en la piel puede adquirir distintas funciones (pasaje al acto, goce masoquista, inscripción significante, etc.) en distintos sujetos, sino que para un mismo sujeto, esta intervención en el cuerpo puede implicar más de una función en juego. Y no sólo porque en muchos casos ciertas funciones sean inherentes o compatibles entre sí (cortes que devuelven cierta consistencia al cuerpo al mismo tiempo que pueden operar como un acting out), sino porque ciertos sujetos hallan en este “uso” del cuerpo un recurso frente a varios factores en juego. Es decir, que hacen de esta práctica una pluralización de la orientación de sus efectos. Análogo -en este punto- a la función del síntoma, son varias, –simultáneas o sucesivas– operaciones que pueden encontrar asidero bajo el mismo cauce, bajo el mismo recurso, sabiendo y al mismo tiempo ignorando el sujeto sobre ellas.

Más aún, existe un grupo de casos de autoincisiones, de notable presencia en la clínica –casos de cortes ligados específicamente a la angustia– que no ha sido reconocido y descripto aún por las publica¬ciones sobre el tema. Se trata de cortes que se fundan en un recurso simbó¬lico sobre la superficie del cuerpo que se basa, no sólo en la esencia del significante –la diferencia en lo real- para la restitución subjetiva y la recuperación de la topología de la superficie; sino en un recurso imaginario para la localización y fijación del apronte real que implica la angustia.

 Por lo tanto, el interés de este libro no sólo reside en poner en evidencia la riqueza y diversidad del fenómeno del cutting, sino en distinguir y someter al análisis este tipo especifico de casos.

sábado, 26 de enero de 2013

Juan Arnau. "Cosmologías de India". Védica, sāmkhya y budista (FCE, 2013)


Este libro ofrece un recorrido por las concepciones del espacio y del tiempo en tres tradiciones de pensamiento: védica, sāmkhya y budista. A través de ellas observamos la manera en que, desde la Antigüedad, los indios ponderaban el entorno cósmico. El universo es un organismo cuyos procesos cíclicos de creación y disolución se desarrollan en paralelo a la evolución espiritual de los seres que lo habitan. Tanto la literatura filosófica como la épica y la devocional darán cuenta de esta situación, es decir, de las pérdidas y recuperaciones de los valores morales en un cosmos autorregulado por la vida consciente.
La primera parte del libro se dedica a la época védica. El universo primordial es sonido puro, Antes de la luz y la materia, el sonido habitaba y configuraba el espacio, se hacía sitio: el sonido, precursor de la luz; la música, madre de la astronomía y la biología. Un mundo que habrá de conocerse a través de la voz de quienes han sabido escuchar sus secretos.
En la segunda parte, dedicada al sāmkhya, el universo se llena de testigos ocultos a los que la materia, en su infinita capacidad de creación y diversificación, trata de complacer: una conciencia pura y sin contenido que se recrea con las escenificaciones de la materia y se deja seducir por ella.
Por último, la tradición budista nos ofrece un universo de conciencia. Espacio y tiempo se conciben como una fermentación de la vida que percibe y siente. El espacio no se distribuye mediante fuerzas concéntricas como la gravedad, sino mediante las excentricidades de la vida consciente: episodios mentales que abren caminos en el espacio y dibujan la curvatura del tiempo.

viernes, 25 de enero de 2013

Günther Anders. "La batalla de las cerezas". Mi historia de amor con Hannah Arendt. (Paidós ibérica, 2013)




Günther Anders y Hannah Arendt, su primera esposa, se casaron en 1929 y se divorciaron en 1937. Tras el fallecimiento de Arendt, en 1975, Anders recuperó las notas que había tomado durante las discusiones filosóficas que la pareja mantuvo durante los primeros años de su matrimonio. Recordando los tiempos felices que ambos pasaron en Berlín y consciente de que Arendt fue el gran amor de su vida, empezó a reconstruir los diálogos que mantuvieron en ese período.
  Si para Arendt ese matrimonio no fue más que una forma de escapar del que fuera su gran amor de juventud,  Martin Heiddeger, para Anders, en cambio, ella fue el primer y verdadero amor de su vida. Por ello, enla Navidadde 1975, tras el fallecimiento de Arendt, recuperó los apuntes de los años berlineses vividos con ella; y no fue hasta 1985 que este texto adopto su forma definitiva por vez primera en lengua castellana.
El diálogo que se estableció entre ambos es el que marcará, con distinto éxito, la trayectoria de estos dos grandes filósofos. El escenario es un balconcito de la minúscula habitación en la que habitan. Günther y Hannah están sentados uno frente al otro. En el centro, un enorme cesto de cerezas.

La batalla puede comenzar.

jueves, 24 de enero de 2013

Pablo E. Chacón. Relanzan una nueva versión de "El despertar de la primavera" (Télam)

El despertar de la primavera, la pieza del dramaturgo alemán Frank Wedekind, conoce una nueva versión gracias al esfuerzo de Pablo Peusner, quien además agregó la intervención de Sigmund Freud frente a la Sociedad Psicoanalítica de Viena en febrero de 1907, y los comentarios que Jacques Lacan hizo de esas palabras.


El libro, publicado por la casa Letra Viva, se benefició del trabajo de Peusner, también psicoanalista, ensayista (y traductor), con el objeto de poner otra vez en circulación la obra y reactivar la discusión sobre el pasaje de la niñez a la pubertad, acaso la razón por la que el subtítulo original sea “una tragedia infantil”.

Wedekind nació en 1864 y falleció en 1918; hijo de un médico ginecólogo y una cantante estadounidense -segundo de seis hermanos-, a los ocho años fundó la Confederación de poetas Senatus Poeticus que -al contrario de cierto rumor echado a correr por voces maliciosas- jamás inspiró “La sociedad de los poetas muertos”, la película de Peter Weir con Robin Williams como actor principal.


El despertar de la primavera es la obra más conocida de Wedekind y era casi imposible que su estreno en Viena pasara desapercibido para los pioneros de la ciencia del inconsciente; escrita entre el otoño de 1890 y las Pascuas de 1891, la mítica “Sociedad de los Miércoles”, reunida en 1907,  discutió la pieza en presencia de Freud; la intervención estuvo a cargo de Rudolf Reitler.

En la reunión  también estaban, además de Freud y de Ratler Alfred Adler, Paul Federn, Hugo Heller, Eduardo Hitschmann, Max Kahane, Otto Rank e Isidor Sadger.

Escribe Peusner: “La obra de Wedekind había sido motivo de escándalo en la época de su estreno debido fundamentalmente a su temática referida a la sexualidad de los jóvenes, y porque además incluía escenas de homosexualidad y de suicidio”.

Y agrega: “según consta en las Actas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, la exposición de Reitler fue meticulosa y se desarrolló como un comentario de la obra escena por escena (…) Además, la intervención produjo  algunas hipótesis acerca de la posición de Wedekind ante los problemas del ateísmo y la pérdida de la autoridad parental”.

“Al tomar Freud la palabra, calificó a la pieza de `meritoria`, si bien afirmó que `no es una obra de arte, (…) es válida como documento de la historia de la civilización. Según Freud, Wedekind alcanzó una profunda comprensión de la sexualidad sin ser consciente de ella”.

¿Los personajes? Melchor, atormentado por su ignorancia respecto de la sexualidad; Wendla, que provoca a su madre acerca de los secretos de la concepción; Mauricio, el nerd aplicado; y Martha, abusada por su padre. El despertar de la primavera es tan contemporánea como en 1891 y la primavera de Wedekind un infierno parecido al de las megalópolis contemporáneas.


La nota completa, en el sitio de Télam, haciendo clic aquí
Agradezco personalmente a Pablo Chacón por sus palabras

Félix Deutsch. Una nota a pie de página al trabajo de Freud “Análisis fragmentario de una histeria” (1957) REPOST

(Ida Bauer, más conocida como "Dora")


Una nota a pie de página al trabajo de Freud “Análisis fragmentario de una histeria” (1957)
Publicado originalmente en The Psychoanalytic Quarterly, 1957, XXVI. Versión española en Revista de Psicoanálisis, 27, nº 3, 1970, p. 595


Por Félix Deutsch

En su biografía de Freud, Ernest Jones se refiere al bien conocido caso Dora y a sus diversos síntomas somáticos y mentales. Después de señalar que ella nunca reanudó su análisis de sólo once semanas de duración, menciona que “murió hace algunos años en Nueva York”.
Este hecho despertó mi interés por varias razones. ¿De qué murió Dora? ¿Pudo la intuición de Freud, unida a su penetrante interpretación de sólo dos sueños, realmente iluminar la estructura de la personalidad de esta infortunada niña? Si Freud estuvo acertado, ¿no deberíamos ver en la vida posterior de Dora el impacto de las razones que hicieron que retuviera sus síntomas de conversión? Y, por último –aunque esto no es menos importante– ¿cuánto más avanzados estamos actualmente en nuestra comprensión del “salto de lo mental a lo fisiológico”?
Mi particular curiosidad acerca de la vida posterior de Dora hubiera encontrado desde el comienzo un obstáculo insuperable durante la vida de Freud, debido a la discreción de este último. Freud escribió: “He esperado cuatro años desde el final del tratamiento, y he pospuesto su publicación hasta oír que ha sucedido un cambio de tal índole en la vida de la paciente que me permite suponer que ahora ha disminuido su propio interés en los sucesos y hechos psicológicos.
Es innecesario decir que no ha quedado en el relato ningún nombre que pudiera poner sobre la pista a un lector no médico; y la publicación del caso en un medio puramente científico y técnico debería, aún más, brindar una garantía contra lectores no autorizados. Naturalmente, no puedo evitar que la paciente se sienta apenada si su propia historia clínica llega a sus manos, pero ella no leerá nada en ese trabajo que no sepa ya previamente, y podrá preguntarse quién, además de ella misma, será capaz de descubrir por el trabajo que es de ella de quien se trata”.
Veinticuatro años después del tratamiento de Dora por Freud, sucedió un hecho que aclaró el anonimato del caso a otro analista, sin que Freud lo supiera.
En una nota al pie de su “Adición al análisis fragmentario de una histeria” (1923), Freud escribió: “El problema de la discreción médica, que he discutido en este prefacio, no afecta a los restantes historiales contenidos en este volumen, ya que tres de ellos fueron publicados con el expreso consentimiento de los pacientes (mejor dicho, en el caso de Juanito con el de su padre), mientras que en el cuarto caso (el de Schreber) el sujeto del análisis no fue realmente una persona sino un libro escrito por él. El secreto de Dora fue mantenido hasta este año. Hacía mucho que yo había perdido contacto con ella, cuando hace poco tiempo oí que había enfermado recientemente debido a otras causas, y había confiado a su médico que había sido analizada por mí cuando era joven. Esta confidencia hizo fácil a mi bien informado colega reconocer en ella a la Dora de 1899. Ningún juez cabal de la jerarquía analítica reprochará el hecho de que los tres meses de terapia que ella recibió en aquel entonces no tuvieran más efecto que el alivio de su conflicto actual y que no la protegieran de una posterior enfermedad”.
Freud no reveló el nombre del médico consultado, de acuerdo con el mismo, ya que ello hubiera podido llevar a la revelación de la identidad de la paciente. Ahora que Dora no vive más, puede ser revelado sin transgredir la discreción que protegió su anonimato, por qué la nota de Jones acerca de la muerte de Dora suscitó un especial interés. La razón es que soy yo el médico que en 1922 contó a Freud su encuentro con Dora. Sucedió poco tiempo después de la presentación de mi trabajo “Algunas reflexiones sobre la formación de los síntomas de conversión”, en el Séptimo Congreso Psicoanalítico Internacional en Berlín, en septiembre de 1922, el último al que asistió Freud. Me referí a varios de los puntos de vista expresados en ese trabajo y al misterioso “salto de la mente al soma”, cuando le dije a Freud cómo había tenido lugar mi encuentro con Dora y cómo había sido yo nolens volens {queriéndolo o no}dejado penetrar en el secreto.
En el otoño de 1922 fui consultado por un otorrinolaringólogo acerca de una paciente de él, una mujer casada, de 42 años de edad, que desde hacía un tiempo debía guardar cama debido a acentuados síntomas del síndrome de Meniere: tinitus, disminución de la audición en el oído derecho, mareos e insomnio debido a continuos ruidos en ese oído. Ya que el examen del oído interno, del sistema nervioso y del sistema vascular no mostraban ninguna patología, me preguntaba si un estudio psiquiátrico de la paciente, que se comportaba muy “nerviosamente”, podría quizá dar una explicación a su dolencia.
La entrevista tuvo lugar en presencia de su médico. Su esposo dejó el cuarto poco después de haber escuchado sus quejas y no volvió. La paciente comenzó con una detallada descripción de los inaguantables ruidos que sentía en su oído derecho y de los mareos que tenía cuando movía la cabeza. Dijo haber sufrido desde siempre ataques periódicos de jaqueca en el lado derecho de su cabeza. La paciente comenzó entonces un largo discurso acerca de la indiferencia de su marido respecto a sus sufrimientos, y de lo infortunada que había sido su vida marital. Ahora también su único hijo había comenzado a descuidarla. Había terminado recientemente el Colegio y tenía que decidir si quería continuar con sus estudios. A pesar de eso, a menudo volvía muy tarde a casa por las noches y ella sospechaba que él estaba interesado en las mujeres. Ella lo esperaba escuchando hasta que él volvía a la casa. Esto la llevó a hablar de su propia vida amorosa frustrada y de su frigidez. Un segundo embarazo le había parecido imposible porque no podía resistir los dolores del parto.
Expresó resentida su convicción de que el marido le había sido infiel, que había pensado en divorciarse, pero que no podía decidirse. Llorosamente denunció a los hombres en general por egoístas, pedigüeños y tacaños. Esto la llevó a su pasado. Recordó con gran sentimiento qué cerca había estado siempre de su hermano, que era ahora líder de un partido político y que todavía la visitaba siempre que ella lo necesitaba, en contraste con el padre, que había sido infiel aún a la propia madre. Reprochó a su padre por haber tenido una vez un asunto con una mujer joven casada, con quien ella, la paciente, había trabado amistad, y a cuyos hijos había cuidado durante un tiempo cuando era jovencita. El marido de la mujer le había hecho entonces proposiciones sexuales que ella había rechazado.
Esta historia me resultaba familiar. Mi sospecha de la identidad de la paciente fue pronto confirmada. En el entretiempo, el otólogo había dejado el cuarto. La paciente comenzó a charlar de un modo insinuante, preguntando si yo era analista y si conocía al profesor Freud. Le pregunté a mi vez si ella lo conocía y si él la había tratado alguna vez. Como si hubiera esperado esta pregunta, rápidamente respondió que ella era el caso “Dora”, agregando que no había visto ningún psiquiatra desde su tratamiento con Freud. Mi familiaridad con los escritos de Freud evidentemente creó una muy favorable situación transferencial.
La paciente olvidó hablar acerca de su enfermedad y desplegó gran orgullo porque había escrito de ella como un caso famoso en la literatura psiquiátrica. Después habló de la salud declinante de su padre, que ahora a menudo parecía estar loco. Su madre recientemente había ingresado a un sanatorio para ser tratada de tuberculosis. La paciente sospechaba que su madre podía haberse contagiado la tuberculosis del padre, quien, según ella recordaba, había padecido esta enfermedad cuando niño. Aparentemente había olvidado el episodio sifilítico de su padre, mencionado por Freud, quien lo consideraba en general una predisposición constitucional y un “muy importante factor en la etiología de la constitución neuropática en los niños”. También la paciente expresó preocupación por sus ocasionales resfríos y dificultades respiratorias, así como por sus ataques matutinos de tos, que atribuía a su excesivo fumar durante los últimos años. Como si quisiera hacer más aceptable esto último, dijo que su hermano también tenía el mismo hábito.
Cuando le solicité que bajara de la cama y caminara por la habitación, lo hizo con una ligera renguera de la pierna derecha. Preguntada acerca de ello, no pudo dar ninguna explicación. La tenía desde la infancia, pero no siempre se notaba. Después discutió la interpretación de Freud de sus dos sueños y me pidió una opinión acerca de ella. Cuando me aventuré a conectar su síndrome de Meniere con su relación con su hijo y su continuo escuchar para oír cuando él volvía de sus excursiones nocturnas, pareció aceptar mi interpretación y solicitó otra consulta conmigo.
La próxima vez que la vi ya no estaba más en cama y manifestó que sus “ataques” habían terminado. Los síntomas del síndrome de Meniere habían desaparecido. Nuevamente descargó una gran cantidad de sentimientos hostiles contra su marido y aludió especialmente al asco que ella tenía hacia la vida marital. Describió sus dolores premenstruales y su flujo vaginal después de la menstruación. Después habló principalmente de su relación su madre, de su infeliz niñez a causa de la exagerada tendencia a la limpieza de su madre, de sus anonadantes compulsiones a lavarse y de su falta de afecto por ella. La única preocupación de la madre había sido su propia constipación, y la paciente también ahora sufría de constipación. Finalmente, habló con orgullo de la carrera de su hermano y de su temor de que su hijo no siguiera esas huellas. Cuando la dejé, me agradeció elocuentemente y prometió llamarme si llegaba a sentir la necesidad. No volví a oír hablar de ella. Su hermano me llamó varias veces después de mi contacto con ella, y expresó su satisfacción por su rápida recuperación. El estaba muy preocupado por el continuo sufrimiento de su hermana y por las discordias que ella tenía con el marido y con la madre. Admitió que era difícil llevarse bien con la hermana, debido a que ella desconfiaba de la gente y trataba de hacer disgustar a los demás entre sí. El me quiso ver en mi consultorio, lo que yo decliné en vista de la mejoría de Dora.
Es fácilmente comprensible que esta experiencia me hizo comparar el cuadro clínico de esta paciente con el que Freud describió en su breve análisis veinticuatro años antes, cuando ella tenía dieciocho. Es notorio que el destino de Dora siguió el curso que Freud predijo. Según él “… el tratamiento del caso y consecuentemente mi insight de los complejos elementos que lo componen, es fragmentario. Hay por lo tanto muchas preguntas para las que no tengo respuesta o para las que sólo tengo indicios y conjeturas”. Estas consideraciones, sin embargo, no alteraron su concepto básico de que “… la mayoría de los síntomas histéricos, cuando llegan a su total desarrollo, representan una situación imaginada de la vida sexual”. Fuera de duda, la actitud de Dora hacia la vida conyugal, su frigidez y su asco hacia la heterosexualidad llevan impresos el concepto de Freud del desplazamiento, que describió en los siguientes términos: “Puedo llegar a la siguiente derivación para los sentimientos de asco. Tales sentimientos parecen ser originariamente una reacción al olor (y posteriormente también a la vista) de excrement0o. Pero los genitales pueden actuar recordando las funciones excrementicias”.
Freud corroboró este concepto posteriormente, en sus notas acerca de un caso de neurosis obsesiva, refiriéndose a su paciente como un renifleur (olfateador), que era más susceptible a las sensaciones olfatorias que la mayoría de la gente. Freud agrega en una nota que el paciente “en su niñez había tenido fuertes tendencias coprofílicas. En conexión con esto ya hemos señalado su erotismo anal”.
Podemos preguntarnos si, aparte de los sentidos del olfato, gusto y visión, había involucradas otras modalidades sensoriales en el procesos de conversión que padecía Dora. Ciertamente, el aparato auditivo desempeñó un papel importante en el síndrome de Meniere. De hecho, ya Freud se refirió a la disnea de Dora como condicionada, aparentemente, por su escuchar, cuando niña, los ruidos del dormitorio de sus padres, adjunto al suyo. Este “escuchar” se encontraba repetido en la expectativa con que escuchaba las pisadas del hijo cuando éste volvía al hogar por la noche, con posterioridad a cuando Dora comenzó a sospechar que el hijo estaba interesado en mujeres.
En lo que respecta al tacto, Dora ya había mostrado su represión en su contacto con el señor K. cuando éste la abrazó y cuando ella se comportó como sino hubiera notado el contacto con sus genitales. Ella no pudo negar el contacto en sus labios cuando el señor K. la besó, pero se defendió contra el efecto de este beso negando su propia excitación sexual y su reconocimiento de los genitales del señor K., que rechazó con asco.
Debemos recordar que en 1894, Freud propuso el nombre de “conversión” a una defensa, cuando llegó al concepto de que “… en la histeria, una idea insoportable es transformada en inocua transmutando la cantidad de excitación adherida a ella en una forma corporal de expresión”. Antes aún, en colaboración con Breuer, lo formuló así: “El aumento del total de excitación tiene lugar a lo largo de las vías sensoriales y la disminución a lo largo de las motoras. (…) Si no hay, sin embargo, reacción alguna a un trauma psíquico, el recuerdo de éste retiene el afecto que tenía originariamente”. Esto es cierto todavía hoy.
Muchos años pasaron durante los cuales el Yo de Dora continuó con una terrible necesidad de defenderse de sus sentimientos de culpa. Sabemos que trató de lograrlo a través de una identificación su madres que sufría de una “neurosis de ama de casa”, que consistía en un lavado obsesivo y otras formas de limpieza excesiva. Dora no sólo se parecía a ella físicamente sino también en este aspecto. Ella y su madre no sólo veían suciedad alrededor de ellas, sino también dentro de sí mismas. Ambas sufrían de flujo vaginal cuando Freud trató a Dora, y lo mismo sucedía cuando yo la vi.
Es sorprendente que el arrastre del pie, que Freud observó cuando la paciente tenía dieciocho años, haya persistido veinticinco años. Freud señaló que un síntoma de este tipo sólo puede producirse cuando tiene un “prototipo infantil”. Dora se había torcido el tobillo cuando era niña, al resbalar por un escaló cuando bajaba una escalera. El pie se la había hinchado, le fue vendado y Dora tuvo que guardar cama algunas semanas. Parece que un síntoma tal puede persistir toda la vida, siempre que sea necesario usarlo para expresar displacer somáticamente. Freud siempre se adhirió al “concepto de las reglas biológicas” y consideró al displacer “… como almacenado para su protección. La complacencia somática, orgánicamente predeterminada, allana el camino a la descarga de una excitación inconsciente”.
La importancia de la afirmación de Freud, de que “… parece que es mucho más dificultoso crear una conversión nueva que formar caminos asociativos entre un nuevo pensamiento que necesita descargarse y uno antiguo que ya no necesita hacerlo”, no puede ser excesivamente enfatizada. La conclusión de algún modo fatalista que uno puede inferir de la personalidad de Dora, que veinticinco años más tarde se manifestó tal como Freud lo había visto y pronosticado, es que ella no pudo escapar a su destino. Sin embargo, esta afirmación necesita alguna calificación. Freud mismo expresa muy claramente que él no publicó el caso “para demostrar la realidad del valor de la terapia psicoanalítica” y que la brevedad del tratamiento (que duró menos de tres meses) fue sólo una de las razones que impidieron una mejoría más duradera de las dolencias de Dora. Aún si Freud hubiera hecho ya en esa época sus descubrimientos sobre la neurosis transferencial y la elaboración, Dora no hubiera podido beneficiarse con ellos, ya que inesperadamente interrumpió el tratamiento “sin la menor duda [como] un acto de venganza de su parte. Su propósito de autodañarse también se satisfizo con esta acción”.
Han pasado más de treinta años desde mi visita al lecho de enferma de Dora. De no ser por la nota del doctor Jones acerca de su muerte en Nueva Cork, que me ayudó a obtener mayor información respecto de la última parte de su vida, no hubiera sabido más de ella. Obtuve entonces de un informante los datos adicionales pertinentes acerca de Dora y su familia que transcribo aquí.
Su hijo la trajo de Francia a los Estados Unidos. Contrariamente a lo que ella esperaba, el hijo triunfó en la vida como un renombrado músico. Dora se aferró a él con los mismos reproches y exigencias que había hecho a su esposo, que había muerte de una enfermedad coronaria, desdeñado y torturado por la conducta casi paranoide de ella. De un modo bastante extraño, sin embargo, prefirió morir, según mi informante, a divorciarse. Sin la menor duda, sólo un hombre de este tipo pudo haber sido elegido por Dora como marido. Cuando se analizaba había dicho claramente: “Los hombres son tan detestables que preferiría no casarme. Esta es mi venganza”. Así que su casamiento sólo había servido para cubrir su aversión a los hombres.
Tanto ella como su esposo habían sido arrojados de Viena durante la Segunda Guerra Mundial y emigraron inicialmente a Francia. Antes de esto ella había sido tratada repetidamente por sus bien conocidos ataques de jaqueca y de tos, y su ronquera, que Freud había interpretado analíticamente cuando ella tenía dieciocho años. Al comienzo de la década del treinta, después de la muerte de su padre, Dora comenzó a sufrir palpitaciones cardíacas, que fueron atribuidas a su excesivo fumar. Reaccionaba a esas sensaciones con ataques de ansiedad y temor de morir. Esta dolencia mantenía a todos lo que la rodeaban en un estado de continua alarma y Dora utilizaba esto para hacer enfrentar amigos y parientes entre sí. Su hermano, también “fumador en serie”, murió mucho más tarde de una enfermedad coronaria en París, adonde había escapado después de pasar por muy azarosas circunstancias. Fue enterrado allí con los más altos honores.
La madre de Dora murió de tuberculosis en un sanatorio. Me enteré por mi informante que ella había padecido esa enfermedad en su juventud. Ella se condujo a sí misma a la tumba a través de su interminable y permanente compulsión a la limpieza cotidiana, un trabajo que nadie podía realizar a su entera satisfacción. Dora siguió sus huellas pero dirigió su compulsión principalmente a su propio cuerpo. Como su flujo vaginal persistiera, se sometió a varias operaciones ginecológicas menores. Su incapacidad para “limpiar sus intestinos”, su constipación, fue un problema hasta el final de su vida. Estando acostumbrada a este trastorno de sus intestinos, aparentemente lo trató como un síntoma familiar hasta que se transformó en algo más que un síntoma de conversión. Su muerte, debida un cáncer de colon, diagnosticado demasiado tarde para operarlo con éxito, pareció una bendición a todos aquellos que estaban cerca de ella. Dora había sido, en las palabras de mi informante, “una de las histéricas más repulsivas” que había conocido.

Los datos adicionales sobre Dora que aquí han sido presentados no son más que una nota a la “Adición” (postcripto) de Freud. Espero que el presentarlos ahora pueda estimular la reconsideración y la discusión del grado en que el concepto de proceso de conversión, en el sentido que le dio Freud, es todavía válido, o si no, en qué aspectos difiere de nuestra actual comprensión de él.

miércoles, 23 de enero de 2013

ÉRIC LAURENT. "La bataille de l'autisme". De la clinique à la politique (Navarin-Le champ freudiene, Paris, 2012)




Janvier 2012 : l’autisme obtient le label de Grande cause nationale. Aussitôt, une folle campagne se déchaîne dans les médias. Il y a urgence, dit-on, la France est en retard. Au Parlement de faire place nette : qu’il interdise aux psychanalystes et assimilés toute prise en charge des autistes. Au gouvernement d’installer des techniciens qui appliqueront sans faillir des protocoles de rééducation comportementale. Mais ce battage soulève un tollé et échoue.

Éric Laurent revient sur l’événement. Il en révèle les enjeux de société. Il démystifie la propagande de la bureaucratie sanitaire, ses ambitions autoritaires, son mésusage des résultats de la biologie et de la génétique. S’autorisant d’une longue expérience clinique, s’appuyant sur des cas éclairants, il pose des repères essentiels pour la pratique et ouvre des pistes inédites pour le traitement des autistes. Une percée majeure dans cette bataille où la psychanalyse peut démontrer qu’elle porte l’esprit des Lumières.

martes, 22 de enero de 2013

Guy Le Gaufey. "La edad del psicoanálisis" (1994)





El mundo ha conocido muchas edades : la edad de bronce, la edad media, la edad de la máquina de vapor y, entre mil otras, he aquí la edad del psicoanálisis. Me gustaría primero que ustedes no se equivoquen con este título mío. Durante la edad de bronce, por ejemplo, no había bronce en todas partes, y el bronce no era la única riqueza, pero la aleación de cobre y de estaño, gracias a sus calidades particulares, permitió crear un arte que, a nuestros ojos modernos, se queda como la marca de toda una época.
De la misma forma, no quiero decir que el psicoanálisis se encuentra hoy por todas partes — aunque se pueda facilmente imaginarlo en algunos barrios de Buenos Aires — pero que por medio de él pasa una fuerza viva, cada vez más difícil de barruntar en los montones de comentarios que han sido levantados sobre las obras de Freud, ayer, y la de Lacan, ahorita, semejantes a túmulos funerarios.
Por mi parte, yo fui, yo soy, y verosímilmente yo seré también un comentador de estos dos. Pero hoy, en frente de un público que no conozco, y sin el tiempo necesario para lanzarme en un comentario correcto, preferería decir más directamente lo que me parece que hará del psicoanálisis una cosa capaz de marcar nuestra época — no como un fenómeno de moda intelectual, sino como una de las más claras expresiones de un asunto más grande, que de buen grado nombraría : el reconocimiento de la independancia de los aparatos simbólicos.


I. El signo que significa algo para alguien

La humanidad se confunde casi con la emergencia de tales aparatos, de tal modo que nosotros podemos considerar directamente la posesión de estos aparatos simbólicos de la misma manera que la capacidad de sonreír : una marca típica de la humanidad.
¿ Pero qué ha de entenderse con esta expresión tan vaga de “aparatos simbólicos” ? En primer lugar, obviamente, el lenguaje y, ligados a él, los sucesivos modos de comunicación, incluso la escritura que apareció hace casi cuatro mil años. Es claro que, a través de una tal duración y de tan diferentes culturas, estos aparatos fueron numerosos (es un eufemismo), y no voy a detallarlos. Entonces, con una cierta brutalidad, voy a encerrarlos en una sola definición : todos fueron compuestos con elementos de los cuales cada uno representaba algo para alguien.
Sé perfectamente que una tal definición puede ser refutada muy fácilmente, y que nada era tan simple para el empleo de estos aparatos. Cuando el escriba egipcio trazó las figuras de un «rebus de transferencia», ciertamente que su acto era un poco más complicado que la designación pura y simple de un objeto ausente. Aquellos que entre ustedes pudieron leer algunos capítulos del libro de Jean Allouch Letra por letra me entienden mejor que los otros, pero no quiero dar muchas vueltas a esta cuestión y, a pesar de las mil dificultades que un erudito podría plantear para echar abajo la generalidad de esta definición, yo la mantengo : estos aparatos eran siempre concebidos como vínculos y lazos, entre, de un lado — digamos —, la humanidad, y del otro lado : el mundo. Las opiniones discrepaban, naturalmente, a propósito de la naturaleza del signo, y siempre hubo tres maneras de pensar sobre su origen que podían mezclarse más o menos, según los signos. El signo podía ser concebido como una invención humana (como en la escritura), o como un objeto particular del propio mundo (el relámpago, el trueno), o como un donativo de los dioses. Pero, cualquiera que hubiera sido su origen, su funcionamiento no era tan diferente : el signo representaba algo para alguien.
Esta definición articula claramente tres términos : el signo lleva la carga de lo que se llama aquí “representación”, una palabra que incluye en sí misma una idea de repetición : re-presentar, volver a presentar. (Aquellos que estudiaron — tan sólo un poco — las palabras Vorstellung y Darstellung en Freud conocen bien el problema). En esta definición, la prioridad es claramente dada al “algo” en el cual el signo toma, sí no su origen, por lo menos su fuerza.
No es tan fácil ponerse de acuerdo sobre la naturaleza de este “algo”. No es igual a “cualquier cosa”, porque este “algo” no es necesariamente una cosa, pero se puede decir — siguiendo los términos de Wittgenstein en su Tractatus lógico-filosóficus — que es siempre un estado de cosas, sean cosas del mundo externo al hombre, o interno a él, o el de los dioses. En todo caso, tan interno como sea este “algo” que es representado gracias al signo, se queda fuera del “alguien” para quien esta representación es válida.
Si algunos entre ustedes son un poco asiduos con el lógico Frege, probablemente se acuerdan de su definición del término “objeto” frente al término “función”. Después de su definición de esta función como una expresión lógica que posee en sí misma un lugar vacío, Frege afirma que un objeto es “cualquier cosa que no es una función”, lo que implica directamente que un objeto es algo que no posee ningún lugar vacío.
Igualmente, el “alguien” de mi definición del funcionamiento del signo se podría concebir, en primer lugar, como una exclusión completa, sin falla, del “algo”. “Alguien” será cualquier cosa que no se puede reducir, de cualquier manera, a un “estado de cosas”. No importa aquí que este “alguien” tome la aparencia de un ser humano, de un dios o de no sé que angel o vampiro ; lo que importa es únicamente el hecho que, de este “alguien”, no se podría hacer un cuadro. En esta palabra, ustedes reconocen otro término de Wittgenstein. Para él, un cuadro es lo que se interpone entre un estado de cosas y... precisamente : alguien — este alguien que, en el Tractatus, se llama unas veces “nosotros”, otras veces “yo”, pero siempre un sujeto gramatical.
La imposibilidad para dar una aparencia cualquiera a este “alguien” no fue claramente entendida antes de Descartes. El «cogito» puso a plena luz el hecho que ego es un acontecimiento, no un estado de cosas. Pienso, luego existo pone el “ego” fuera de cualquier pensamiento, y la importancia del cogito se debe, en parte, al hecho que, con él, el “alguien” encontró por la primera vez su propio régimen de funcionamiento, sin ya ninguna ayuda directa del alma cristiana o de cualquier forma de espíritu.
Uno de los efectos directos de la claridad del ego del cogito fue una casi inmediata claridad de la lógica del signo que apareció algunos años después en La Lógica o El arte de pensamiento, libro que se llama en frances : La logique de Port Royal. No se encuentra en este libro la definición del funcionamiento del signo que uso aquí, pero eso se entiende muy bien pues en aquella época — dos siglos antes de una lógica fregeana o russelliana marcada por cuantificadores — palabras como “algo” y “alguien’ no eran tan utilizadas en lógica como hoy.
En la primera parte de este libro — que ha conocido cuarenta y cinco ediciones en francés en 332 años — se expone magistralmente esta lógica del signo que quiero ahorita mismo encerrar en esta pobre définición : lo que significa algo para alguien. Este trípode ha sido el elemento básico del orden que me gusta llamar “clásico” — este orden epistemológico que nació y se consolidó en el siglo xvii, en el mismo tiempo que apareció la ciencia, y se fracturó — sin desaparecer completamente— al principio de nuestro siglo. Durante casi tres cientos años, reinó sin ninguna rivalidad hasta el punto en que no se podía imaginar otra cosa sobre la naturaleza del signo. La evidencia de esta definición era tan fuerte como la de la geometría euclidiana, tampoco sin ninguna rivalidad hasta la mitad del siglo XIX.
Fue precisamente con la geometría que esta naturaleza del trabajo representativo de un aparato simbólico empezó a fracturarse. Se descubrió que era suficiente cambiar algunos pequeños puntos en la batería axiomática para obtener geometrías profundamente diferentes de la euclidiana y — ¡ peor ! — sin ninguna relación directa con nuestro espacio habitual ; y no obstante capaz de fabricar teoremas tan verdaderos como los de la euclidiana. Esta fractura en la consistencia del signo clásico llevó una mitad de siglo para imponerse, y fue solamente con el libro del matemático alemán David Hilbert Grundlagen der Geometrie — Los fundamentos de la geometría (1899) — que eso se instaló en la conciencia moderna.
A partir de esto, se pudo lentamente concebir unos regímenes del signo en los cuales no se sabía si cada signo representaba un estado de cosas o nada, pero en los cuales, sin embargo, se podían hacer demostraciones correctas. La fractura momentánea creída por Descartes en sus Meditaciones I y II entre el pensamiento y el pensado, para obtener sus “figuras”, es decir pensamientos sin más referencia a ningún pensado, esa fractura ya no era, a partir de Hilbert, un momento fugaz en el paso hacia el cogito y la producción del ego, sino una condición preliminar para estudiar la consistencia de un aparato simbólico, empezando con la de la aritmética.
Los matemáticos sabían en efecto que, si se podía demostrar la consistencia de la aritmética, se podía deducir directamente de ello la consistencia de la matemática entera. En su texto intitulado “Sobre el infinito”, de 1925, Hilbert propuso considerar que, en su nueva meta-matemática, el único objeto de estudio fuera el signo sin ninguna otra preocupación del “algo” que este signo significaba para “alguien”, únicamente como un nudo de relaciones con los otros signos empleados con él. Eso fue la condición indispensable para estudiar especificamente la consistencia del más elemental aparato simbólico — el de la aritmética — y para descubrir, algunos años después, gracias al lógico vienés Kurt Gödel, el primer gran teorema de incompletud de las lógicas de un orden igual o superior al segundo grado.
Infelizmente para la claridad y la concisión de mi argumentación, la historia del signo es más complicada que este esquema demasiado lineal, y es necesario que yo diga algo a propósito del que casi fue el inventor de esa definición, donde se encuentran ese “algo” y ese “alguien”, que no fue Jacques Lacan, sino el filósofo norteamericano Charles Sanders Peirce. En su obra que nunca fue publicada en su vida, y que él nunca fue capaz de ponerla en orden, se lee exactamente esto :
Un signo, o representamen, es algo que viene en el lugar (qui tient lieu) de algo para alguien sobre cualquier relación o cualquier calidad.
Aparentemente, esta es la definición que yo daba. Pero a propósito del “alguien”, una carta de Peirce del 23 de diciembre de 1908, dirigida a Lady Welby, trae una importante precisión :
Habló de “alguien”, escribió Peirce, como para echar de comer a Cancerbero, porque me desespero en hacer entender mi propria concepción, la cual es más larga .
Esa concepción, la expresó por la palabra “interpretante” en lugar de “alguien”. Pero este “interpretante” claramente ya no era una persona sino “en el espíritu de una persona un signo equivalente” : un otro signo. De tal modo que la definición central del orden clásico vino a expresarse en Peirce con la forma :
El signo representa algo para un otro signo.
Eso era casi inadmisible para el orden clásico, pero no es tan inconcebible que haya sido el mismo quien pudo enunciar la mejor fórmula del signo clásico, quien vino a subvertirla. Es casi una regla que los axiomas constituyentes de un saber aparezcan en toda claridad únicamente cuando ese saber esté en peligro ; durante los años de triunfo y de funcionamiento normal de un saber, sus axiomas trabajan silenciosamente, sin ninguna necesidad de proferirlos.
Hago esta vuelta por Peirce para mostrarles que este orden clásico del signo ha conocido muchos accidentes en el siglo pasado, del lado de la lógica como del lado de la matemática. Y ahora me gustaría indicarles cual fue la manera de Freud para introducirse en esa brecha, sin preocuparse mucho sobre la naturaleza del signo. Pero es cierto que sobre la cuestión del “alguien” para quien el signo representaba algo, Freud era conducido a sostener una posición ambigua puesto que adoptaba macizamente la lógica del signo clásico, pero autorizandose a interrumpir el funcionamiento del “alguien” cada vez que se le hacía necesario.


II. Freud y los pensamientos sin pensador

La representación inconsciente es claramente una tontería pura y simple en el orden clásico, y ello no es reconocido suficientemente hoy. Aparentemente, para mucha gente en el pequeño mundo freudiano, hay representaciones conscientes y representaciones inconscientes de la misma manera que hay caballos blancos y caballos negros. “Inconsciente” es nada más que un adjetivo. A este respecto me gustaría recordarles la palabra irónica del físico y filósofo del siglo pasado, Ernst Mach, sobre el problema de la atracción universal en Newton ; decía que, después de haber sido, en el inicio, un “misterio extraordinario”, ésta se transformó en un “misterio ordinario”. Lo mismo me parece del asunto de la representación inconsciente en Freud : un misterio ordinario en que ciertas representaciones representarían algo para... nadie.
Si no se ve el problema en ese punto y si se queda a pensar y a practicar el psicoanálisis siguiendo el orden clásico del signo, el peligro es que la idea del “alguien” siempre se impone silenciosamente en lugar de ese “nadie”, tan imposible en ese orden como el vacío en la física aristotélica. En tal caso, si se mantiene un tal “alguien” para quien las representaciones inconscientes representan algo, el psicoanálisis toma tranquilamente el camino de un funcionamiento paranoico en el cual el paciente es considerado como responsable — indirectamente, ¡ por cierto ! — pero responsable de estas representaciones inconscientes. Y haciéndose eco de eso, el paciente se pone a creer que tiene un inconsciente suyo. “Mi inconsciente...” Este posesivo, tan común hoy, es para mí como la marca de que un tipo de psicoanálisis no ha cumplido su movimiento, y se queda enganchado en este orden clásico en el cual nació, pero en el cual no puede desarollarse mucho más sin perder su propio hilo.
Esa conservación secreta del “alguien” atras del imposible “nadie” se presenta como un reflejo lejano de lo que se llamaba, en la psiquiatría francesa en el medio del siglo pasado : el tratamiento moral, de François Leuret. En este tratamiento, el enfermo era considerado como plenamente responsable de sus trastornos ; en él, el sujeto era concebido como en relación directa con su fuerza moral, y por eso mismo, capaz de renunciar a algo de sus ideas más o menos delirantes. A despecho de todas las diferencias visibles, hoy es casi lo mismo con la idea que siempre habría una parte sana en el “yo”. La traducción oficial de la famosa frase de Freud : “Wo es war, soll Ich werden” aparece como una prueba de que el “alguien” para quien los signos representan algo es siempre concebido como un interlocutor valedero y valido.
De vez en cuando, especialmente frente a la inhibición de los fóbicos, se puede recurrir a algo de esta fuerza moral, o se puede también apresurar al paciente a arrostrar su angustia, a falta de lo cual la cura se reduciría a una contemplación común de una impotencia compartida. Pero en esto, no hay necesariamente confusión entre el “yo” y el “alguien”, como es el caso en el tratamiento moral ; al contrario, eso puede conducirnos a lo mejor, quiero decir esta especie de encuentro fallido entre el “yo” y la verdadera naturaleza del “alguien”, la cual no se descubre en ninguna parte como así también, para el agorafóbico por ejemplo, en frente a la plaza desierta. De la misma manera, cuando yo trabajaba en un hospital psiquiátrico, al principio de las reuniones que congregaban enfermos, enfermeros y médicos, había un viejito esquizofrénico que, al entrar en la sala donde se encontraban veinte o treinta personas, siempre preguntaba : “¿ Hay alguien ?” No se equivocaba entre estos “yo” y la pura posibilidad del “alguien”. Al contrario de su caso, en la discreción de un consultorio, es muy fácil resbalarse en la confusión entre aquel que dice “yo” y el “alguien” del signo clásico. A pesar de sus calidades — especial¬mente en referencia a la problemática de la represión — el “yo” freudiano es una mezcla del sujeto clásico — es decir, una vez más, el alguien para quien los signos representan algo — y de la primera persona gramatical en donde se cruzan los hilos de la subjetividad.
Todo esto nos indica muy bien como Freud tuvo que trabajar en un orden de saber en que su descubrimiento no se podía exponer sin encontrar serias contradicciones. Si tuviéramos más tiempo, sería interesante estudiar detalladamente la problemática del fetiche, y mostrar hasta que punto la exposición de Freud es dividida entre una intuición clínica notable, y muchas dificultades que se producen macizamente en razón de la problemática del signo clásico. En su texto «El Fetichismo» de 1927, Freud intenta articular un puro juego de palabras — el famoso «glance on the nose» — y lo que no se puede representar, algo más difícil de concebir que el vacío en la física de Descartes — este puro «nada» que se llama después de Freud : el falo maternal.
Aquí, el “algo” del signo clásico encuentra un tropiezo fatal, especialmente cuando se forja la idea según la cual este falo maternal, este «nada» es una pieza esencial en la fabricación de la subjetividad. Con el fetichismo, Freud pudo abordar el punto más contradictorio del orden clásico, este punto a partir del cual se puede adivinar que en cada signo hay un momento de su funcionamiento en que este signo representa «nada» para «nadie». En tal momento crucial, se revela como en niguna otra parte este lazo secreto que suelda el orden simbólico del signo, y el orden de la sexualidad humana. Y eso se revela perfectamente a través de la emoción ligada al fetiche, que está tan cerca de la emoción estética. Creo perso¬nalmente que el ejemplo de Freud dice todo lo importante sobre este asunto : el «Glanz» — que significa en alemán “un brillo” y en inglés “una mirada” — presenta muy bien este desmayo del “alguien” y del “algo”, desmayo a partir del cual surge, de una manera muy fugaz, esta independencia de los aparatos simbólicos de la que yo hablaba en mi introducción.
Del lado del sujeto como del lado del objeto, el descubrimiento de Freud debía de encontrar los puntos más catastróficos del orden clásico porque ese descubrimiento se encabalgaba sobre la idea de un funcionamiento del lenguaje diferente de el de un lazo entre el mundo y la persona.
Hoy mucha gente sigue creyendo que Freud descubrió un nuevo mundo, como Colon, y que este mundo no sería nada más que una extensión del primer mundo, del mundo clásico que siempre se presentó como el propio mundo, sin ninguna historicidad. Este mundo freudiano sería el del inconsciente, — lleno de pulsiones horribles y de otros deseos de asesinato — pero debemos reconocer inmediatamente que un tal mundo, un tal infierno, ya era muy bien conocido antes de Freud. Al contrario, lo que Freud descubrió realmente fue, para un ser humano, el goce ligado al funcionamiento de sus aparatos simbólicos, estableciendo una atadura entre la sexualidad y la práctica de cualquier aparato simbólico.
Para concluir sobre Freud, quiero hacer hincapié principalmente en el hecho que su obra se ubica en las marcas del imperio clásico. En las marcas, se expresa a veces algo nuevo, pero generalmente en la lengua de la capital. Esta brecha en el funcionamiento del signo clásico en que Freud se encajó y que desarolló a su manera se expresó en su obra en los términos del orden clásico.
Es una de las razones por las cuales la obra de Freud aparece relativamente fácil de leer ; este mundo — newtoniano y kantiano por lo esencial — es ésto mismo que aprendimos en la secundaria. Pero es también una de las razones por las cuales algunos de sus mejores continuadores no pudieron agarrarse al hilo de su descubrimiento porque, sin preocuparse mucho de la naturaleza del signo, fueron más y más terapeutas. El caso de Melanie Klein es muy ejemplar. Por lo tanto, después de un siglo de psicoanálisis, hay como una regla que podría decirse así : cuando el psicoanálisis se reduce a una terapéutica va a debilitarse por demás dentro de dos o tres generaciones de psicoanalistas, y por una razón muy simple : la terapéutica es a veces un efecto, un resultado de la práctica analítica, pero de ningun modo el nervio de su guerra. Si su guerra consiste en ofrecer una escena — la de la transferencia — al despliege de las diversas figuras del nudo entre la sexualidad y el simbólico, no se puede cumplir sin un cambio en el imaginario sobre la naturaleza del signo. La cuestión del fin del análisis no queda la misma en el orden clásico — donde no hay ningún término propio al análisis — que en este orden en el cual el signo revela otro aspecto de su funcionamiento.
Tal vez en ninguna otra parte que en la concepción del fantasma se vea tan bien el precio que pagó Freud al orden clásico. Que sea con Leonardo de Vinci, o que sea en su texto :«Pegan a un niño», Freud está conducido a imaginar que, además de los fragmentos de recuerdos presentes en la fabricación del fantasma como en la del sueño, ha de intervenir lo que llama «eine geheim Motiv», un motivo secreto. El trabajo de este motivo es rápidamente claro : hacer la unidad, hacer una bolita con las migajas de ciertas huellas de recuerdos. Pero : ¿ de donde viene este motivo ? ¡ Chitón ! ¡ Es un secreto ! Ni Freud podrá decírnoslo.
No podrá porque en ese punto — como en el punto del ombligo de los sueños, o el de la represión primera, o el del primer Moisés, y tantos otros — Freud es obligado a ofrecer un sacrificio al misterio del origen. Como intenté mostrarlo en un articulo de la revista L’Unebévue intitulado «Símbolo, símbolo y símbolo», su teoria del símbolo — tal como Ernst Jones la presen¬taba y la justificaba en su escrito «The Theory of Symbolism» — implica un planteamiento de un origen, siempre y siempre, aunque no sea todas la veces evidente.
En la ortodoxia freudiana, la cuestión de la realidad de la escena del fantasma es clasicamente una ocasión para un debate interminable entre los que defienden la idea de la realidad traumática y los que defienden la idea de la pura realidad psíquica. El último asunto de este tipo fue alrededor de Jeffrey Masson. Pero los partidarios de las dos facciones siempre están secretamente de acuerdo sobre lo esencial, a saber que el fantasma representa algo, y que entonces se queda el hecho del «alguien». El sujeto clásico, totalmente impermeable al inconsciente freudiano, continua su vida en tal debate, virulento porque vacío.
He empezado a describir la fractura del orden clásico a partir de la matemática o de la lógica para indicar claramente que Freud perteneció a un movimiento del cual no se dió cuenta, porque ese movimiento al interior de la problemática del signo era — y es aún — muy lento, como el de la deriva de los continentes. Uno de los terremotos que surgieron de este lento deslizamiento de terrenos epistemológicos fue, sin duda, el primer teorema de incompletud de Gödel en 1931. Pero en esta época, nadie hizo el menor acercamiento entre esta incompletud y cualquiera otra cosa del lado del psicoanálisis. Y con toda razón, porque no había — y todavía no hay — ninguna relación directa entre el psicoanálisis de Freud y la incompletud de la lógica del segundo grado. Esta relación se lee únicamente a partir de la operación conducida por Lacan, que se esforzó en plantear el descubrimiento freudiano fuera del orden clásico, lo que no se podía hacer sin este cambio del imaginario del cual voy a hablar en seguida.


III. Un sujeto para el tercer milenio

Acabamos de ver que, en la obra de Freud, el «alguien» y el «algo» en nuestra definición del signo se transforman — a veces, especialmente alrededor del signo fálico — en un «nadie» y un «nada». Una manera muy simple para caracterizar el desplazamiento efectuado por Lacan es concebir que ese funcionamiento excepcional y casi anómalo descrito por Freud fue pensado como un funcionamiento regular por Lacan. Pudo permitirse eso gracias al acento puesto sobre un significante más o menos saussuriano, que se presentaba como un componente del signo y de su significación, y, así, pues, no se confundía con ella.
Pero en Saussure, el significante no tiene una existencia que se pueda sostener mucho tiempo afuera de su significado. Con sólo Saussure para ayudarle, Lacan no podía aislar el simbólico como lo hizo. Él lo pudo hacer sin embargo mediante ese vasto y lento movimiento por el cual progresivamente la independencia de los aparatos simbólicos se abrió paso, como lo indiqué anteriormente.
A fines de 1961, al inicio de su seminario sobre La identificación, al establecer su más famosa fórmula : el significante representa el sujeto para otro significante, Lacan ya no estaba en el terreno saussuriano, si alguna vez estuvo allá. Se podría decir muchas cosas sobre ese asunto de los vínculos entre Lacan y la linguística, su «linguistería» como él la llamaba. Pero prefiero dejar todo eso de lado para insistir sobre una otra fórmula suya, que se encuentra en el alargamiento de la anterior, a saber la fórmula según la cual el sujeto que está en juego en cada cura nunca es otra cosa sino el sujeto de la ciencia.
¡ Valiente afirmación ! Por un lado, es una perogrullada decir que la ciencia, la verdadera ciencia, prescinde muy bien de cualquier sujeto, y que lo proprio de la ciencia es de ser un discurso sin ningun sujeto. Primera dificultad. Por otro lado, ¿ cómo se puede imaginar por un instante que, si hay un sujeto ligado al sufrimiento, a la queja, éste sea concebido como aquel sujeto raro, referido de una manera obscura, a la ciencia ? (Y ¡ cómo si, además, hubiera hoy una unidad cualquiera de las ciencias !). Segunda dificultad, aún más sesgada.
Si Lacan emplea la expresión «sujeto de la ciencia» es cierto que, en esta denominación aparentemente simple, se encuentra un concepto suyo menos simple. Es una característica de su estilo encerrar pensamientos muy sofisticados en expresiones comunes y sibilinas. Este es el caso. Este sujeto no se las ha de haber con ningún «ser humano», como está erróneamente escrito en el argumento del coloquio de esta jornada. Un ser humano (eso existe) puede volverse un sujeto (en el sentido lacaniano del término de esta palabra), pero por lo tanto no significa que un tal sujeto es un ser humano. En términos lógicos, hay aquí una implicación, no una equivalencia.
«Sujeto» y «ser humano» son precisamente dos cosas muy diferentes, y lo difícil en este asunto empieza aquí : en no confundir la maquinaria de un sujeto ligado al significante, y el ser humano que experimenta muchas otras obligaciones como las del simbólico. Ese sujeto es como una propiedad de los aparatos simbólicos, la cual se queda oculta hoy precisamente por el antiguo sujeto, el sujeto gramatical de la primera persona con, en su corazón, en su pecho, otra propiedad casi divina : una presencia inmediata para sí mismo.
Lo que se debe entender aquí es la operación conducida por Lacan sobre el ego del cogito, la cual es más difícil de descifrar a través de la masa de los seminarios. Es importante notar aquí que su operación produjó al mismo tiempo dos sujetos conjuntos : el sujeto representado por un significante para otro, y el famoso sujeto-supuesto-saber. Ambos surgieron de una separación que Lacan efectuó por la mitad de las Meditaciones cartesianas — exactamente : al final de la Meditación dos — y a partir de la cual obtuvo :
— de un lado, el primero sujeto, separado de cualquier representación, y ligado a los significantes ;
— del otro lado, este sujeto-supuesto-saber, que se debía volver a confudirse más tarde para Lacan con el dios que Descartes había planteado en sus cartas a Mersenne cerca de 1630 : el creador de las verdades eternas.
Los lectores del seminario La identificación saben que este sujeto-supuesto-saber fue tirado, en primer lugar, como una mondadura de naranja que hubiera ya dado todo su jugo : el sujeto tal como le interesaba a Lacan y que había exprimido gracias a su concepción del significante. Pero dos años después, en su seminario Los fundamentos del psicoanálisis, Lacan dió un nuevo valor a ese sujeto-supuesto-saber : sería él el eje de la transferencia, o sea el eje de esta resistencia al análisis que hace posible el proprio análisis.
No es siempre fácil leer esta fractura en Descartes, porque Lacan afirmó muchas veces que «su» sujeto era exactamente el sujeto de Descartes. Según una figura de estilo muy frecuente en Lacan, pretendió que su sujeto no era una invención suya, solamente un descubrimiento de una antigua verdad, que se había quedado oculta hasta él (Freud hacía lo mismo cuando le encantaba ser como Schliemann, el hombre que descubrió la ciudad de Troya). Pero de facto, el acto de Lacan debe ser interpretado, en mi opinion por lo menos, como una fractura hecha en algo considerado antes de él como el átomo irreducible de la subjectividad : el ego del cogito. Según la fuerte palabra del Présidente Mao Tze Toung, «Uno se divide en dos», y aquí el irrompible sujeto clásico — que sea el ego o el alguien — se ha roto con Lacan para dejar aparecer sus dos componentes : el sujeto representado por un significante para otro, y el sujeto-supuesto-saber.
Esta fractura lacaniana en el sujeto clásico transportó en el terreno del sujeto, la fractura que Freud había planteado a su modo en el terreno de le consciencia (Consciente/Inconsciente). El sujeto lacaniano toma entonces la aparencia de un electrón, esta partícula que sirve para atar los átomos, pero que no puede existir sin atarse a un núcleo cualquiera. En el caso del sujeto lacaniano, este núcleo no es otra cosa sino el sujeto-supuesto-saber que siempre vuelve a nacer de sus cenizas cuando le ocurre quemarse sus alas, como el ave Fénix (quiero sólo decir ahorita que la caída de este sujeto-supuesto-saber no es lo que se cree).
Esa fractura en el sujeto clásico produjó, pués, dos sujetos opuestos, que la operación de la transferencia en la cura permite separar, más o menos según los casos. De ese punto de vista, el consultorio del psicoanalista — nuestros pequeños consultorios — parecen un poco como los modernos aceleradores de partículas de la física atómica : un lugar donde se puede observar fenómenos casi invisibles en el mundo de la representación en que vivimos diariamente.

Conclusión
Así es como, para terminar, vuelvo a mi título un poco humorístico, pero sólo un poco. Si la fractura efectuada por Lacan es válida, si su sujeto es realmente una pieza del funcionamiento de los aparatos simbólicos, luego su obra apertenece, no sólo al movimiento psicoanálitico, sino también a este movimiento mucho más largo, por donde se expresa cada día más la naturaleza de estos aparatos simbólicos. En ese movimiento, lo que está en juego es la omni¬potencia del modelo de la individuación dado a través de la escena de la representación. Hay actualmente un conflicto tanto más grave como difícil de percibir, entre las fuerzas que trabajan en la deconstrucción del modelo de la individuación — es decir, principalmente, alrededor de algunas ciencias y del arte moderno — y las fuerzas que trabajan en construir y mantener la escena de la individuación, a saber en primer lugar las fuerzas políticas encerradas en la realidad de nuestros estados modernos. Para estos estados, lo que no es uno es nada, y la representación política es más que nunca una cosa en que el representante representa algunos para alguien. A este Alguien mayúsculo, tan terrible hoy como dios ayer — y que se llama a veces en inglés Big Brother —, no le encanta mucho considerar una realidad cualquiera que no caería sobre la unidad, una unitad a partir de la que el estado pueda clasificar, y reconocer pues tantos individuos como cuantos habrán sobre la escena de la representación política. Para entrar en esta escena es suficiente mostrar un billete garantizando la unidad de su portador, pero este billete no es vendido sino por el estado en sus diferentes oficinas.
Eso es exactamente lo que no puede hacer el psicoanálista. Nada en su funcionamiento le garantiza una tal calidad, y luego es verdad que no puede transmitirla. Si, en calidad de cuidadano, o de padre de familia, tiene una unidad imaginaria de la misma madera que la de su alma, en calidad de psicoanalista, en su funcionamiento simbólico que se puede aprehender en la transferencia, ya no tiene nada de eso. El «alguien» que habrá sostenido a través de la transferencia podrá encontrar al fin su estatuto de no-persona, de artefacto (un artefacto más o menos explosivo, según los casos).
Si los psicoanalistas siguen ocupándose seriamente, en cada transferencia, de esta especifidad simbólica ligada a la naturaleza de la tercera persona, ligada a este «poco de ser» del «alguien» — y eso se podrá sólo en los márgenes de cualquiera unidad — entonces, bueno, tal vez el psicoanálisis será una cosa divertida, y su nuevo sujeto seguirá corriendo tanto los campos epistemológicos como los de la clínica durante, por lo menos, el inicio del tercero milenio. Si no, ese milenio se acordará del psicoanálisis como de una psicología entre otras, un poquito pesada — ¿ verdad ? — por el hecho de que era demasiado aficionada a hablar del sexo indefinidamente.

19 de octubre 1994

lunes, 21 de enero de 2013

María Julia Cebolla Las Heras & otros. "El tatuaje, un enigma a ser descifrado" (Letra Viva, 2012)



¿Por qué escribir un libro sobre el tatuaje en la adolescencia y sus implicancias? Pregunta que se desgrana en mil preguntas. ¿Qué misterio, qué enigma a descifrar está en juego en ese dibujo escrito en la piel que contiene la paradoja de ser siempre el mismo a la par que diferente? Ser individual, a la par que universal. Mostrarse de infinitas formas, ser mudo y sin embargo tener la potencia y la magia de la voz. Ser un decir desde el silencio y frente a la mirada del otro, interrogante y a la vez respuesta: "Yo soy", "Aquí estoy", "Mírenme", "Cuando me miran soy". ¿Acaso nubes en el cielo del alma? ¿Cuerpo escindido? ¿Retazos, pedazos de sentido, dibujos yuxtapuestos sobre la piel en busca de integración del deseo? ¿Búsqueda de ser uno? Rompecabezas para armar. Dilema a resolver. Preguntas que buscan respuesta. A medida que fuimos transitando el camino de la investigación fueron apareciendo nuevos significados que nos llevaron a ubicar la mirada no sólo sobre lo no simbolizado, las "carencias" del psiquismo adolescente y sus dificultades, sino sobre el valor artístico, estético y creativo de estas marcas en la piel. La posibilidad de historizar, de contar(se) escenas de su vida, sus dolores y alegrías, de mostrar(se) personajes significativos para su identidad, adoptando un ropaje colorido y expresivo de sus procesos subjetivos, aparecieron como nuevos sentidos a explorar. El recorrido que haremos en este libro comenzará con un viaje por la historia del tatuaje hasta llegar a la actualidad donde veremos algunas aproximaciones a sus significados en la Era digital. En este viaje pasaremos por distintas estaciones vinculadas con el tema: el cuerpo y el tatuaje, los vínculos interpersonales, el contexto sociocultural actual, los mitos y la función de la escritura. En el intento de acotar el enigma y darle un sentido, éste se disipó. El enigma no se dejó apresar, dejando un resto. Este libro.

sábado, 19 de enero de 2013

Juan Forn. "La cuestión sartreana" (contratapa del Pagina 12, 18 de enero de 2013)


El 18 de julio de 1936, el pintor español Fernando Gerassi estaba charlando con amigos en la vereda del café La Rotonde, de París, cuando pasó Malraux y les dijo que Franco se había alzado en España y que había empezado la guerra civil. Gerassi, que estaba cuidando a su hijo de cinco años mientras su mujer trataba de terminar su maestría en La Sorbonne, depositó al pequeño sobre la falda de uno de sus amigos, le pidió que le explicara a la madre lo que había sucedido y se fue a España a defender la República. Miles de españoles en el mundo hicieron lo mismo, ese día y los días siguientes. Pero el amigo en cuyos brazos depositó Gerassi a su hijo Juanito era Jean-Paul Sartre. Hasta entonces, Sartre creía que había encontrado a su igual en el mundo: Gerassi pintaba como Sartre escribía, en ninguna otra persona habían encontrado ambos un nivel similar de autoexigencia, en eso se bastaba su amistad. Y de pronto Gerassi se levantaba de su silla en La Rotonde y abandonaba la pintura. En su afán de entender las cosas escribiendo sobre ellas, Sartre convirtió a Gerassi en uno de los personajes de Los caminos de la libertad, su famosa novela sobre el compromiso. En una mítica escena, Gómez (Gerassi) se encuentra fugazmente en París con Mathieu (Sartre) cuando ya ha caído Madrid y le anuncia que esa misma noche volverá a cruzar la frontera para retomar su puesto de lucha. Mathieu le pregunta para qué, si la guerra ya está perdida. Gómez contesta su famosa frase: “No se combate el fascismo porque se le pueda ganar; se lo combate porque es fascista”.

Gerassi era español de alma: había nacido en Estambul, hijo de judíos sefaradíes, su próspera familia lo había mandado a estudiar con Husserl en Alemania. Gerassi pasó de esquiar con su compañero de estudios Heidegger a dejarlo todo por la pintura, robarle una novia al gran músico vienés Alban Berg (la ucraniana Stepha, que sería la madre de Juanito y el amor imposible de medio Quartier Latin) e irse juntos a morirse de hambre en París. Ella trabajaba para que él pintara y, cuando podía, se anotaba en un curso en La Sorbonne. Así conoció Sartre a Gerassi: Simone de Beauvoir quedó deslumbrada con Stepha en un curso (y siguió siendo íntima de ella después de la pelea entre los maridos). Gerassi sólo abandonó Barcelona en el último avión republicano que zarpó antes de que cayera la ciudad. Se tiró en paracaídas del otro lado de los Pirineos porque Francia metía en campos a los republicanos que cruzaban la frontera. El playboy Porfirio Rubirosa, que además de vendedor de armas ocasional era yerno del dictador dominicano Trujillo, le consiguió unas visas a cambio de favores prestados (Gerassi y Malraux le compraban a Porfirio las armas para los republicanos). Gerassi repartió las visas entre sus amigos judíos en París y se quedó con las últimas tres para su mujer, su hijo y él. Llegaron a Nueva York poco antes de Pearl Harbor. Dos semanas después, él estaba con las OSS: su misión (por su experiencia de campo en las brigadas republicanas) fue ir clandestino a España, armar una red y estar listo para volar ciertos puentes estratégicos si los tanques nazis decidían pasar por la España franquista para defender Africa del Norte.

Gerassi se había peleado con los comunistas en España y después de la guerra se volvió un sospechoso permanente para los norteamericanos también; en la era macartista le hicieron la vida imposible. Sobrevivía con Stepha y Juanito en una escuela perdida en Vermont, que ella convirtió en un establecimiento educativo modelo, la Putney School of Arts. Después de ponerla en marcha, Gerassi la dejó en manos de Stepha y volvió a la pintura. Era una suma de desencantos. Nunca quiso exponer, ni volver a militar, ni tampoco enseñar. Echó a su hijo de la casa a los quince años: Juanito quería estudiar marxismo y hacer su tesis sobre Sartre. Poco antes había tenido lugar el único encuentro de Gerassi y Sartre después de la guerra, que empezó con una visita al MoMA a ver una muestra de Mondrian (“Sí, pero pintar así es no hacerse preguntas difíciles”, murmuró Gerassi) y terminó cuando ambos se acusaron a gritos de haber claudicado moralmente, como si frente a frente no pudieran no ser los personajes de Los caminos de la libertad.

Juanito nunca hizo su tesis sobre Sartre pero en 1970, luego de recorrer el globo como activista internacional intentando en vano conciliar en él las tendencias del hombre de acción y del hombre de ideas (Tribunal Russell, Cuba, Vietnam, Revolución Cultural china, Bolivia con el Che), Sartre lo ungió inesperadamente como su biógrafo oficial y arreglaron encontrarse una vez a la semana a charlar delante de un grabador. Sartre está cansado: la tarea de ser la conciencia del mundo lo abruma un poco desde que los médicos le prohibieron las anfetaminas. Encontrarse con Juanito lo hace sentir en familia: Juanito conversa durante la semana con aquellos cercanos a Sartre en distintas épocas y, cada viernes, le cuenta lo que dicen (que es bastante, ya que a todos les pasa lo mismo que a Sartre con “el hijo de Stepha y Fernando”). Pero Juanito, como su padre, no tiene paz: desde el principio cree que ser biógrafo de Sartre es erigirse en fiscal de cada uno de sus actos, tal como había hecho con su padre biológico, noche tras noche, hasta el portazo final (y el instante siguiente, en que oyó a Gerassi gritarle a Stepha detrás de la puerta: “¡Déjalo! ¡Si puede sobrevivir esta noche, significa que era hora de irse de casa!”).

Juanito Gerassi durmió sobre esas cintas casi cuarenta años. Nunca escribió la biografía. Luego de la muerte de Sartre publicó sin pena ni gloria un voluminoso estudio sobre él (“La conciencia odiada de su tiempo” es el subtítulo). Veinte años más tarde, cuando le quedaban sólo tres años de vida, entregó las cintas a Yale a cambio de que publicaran una desgrabación y selección de ellas hechas por él. Es un libro patético y tristemente conmovedor a la vez, con su padre, con Sartre y con él mismo. Marechal decía (y yo no me canso de repetirlo como mantra) que de todo laberinto se sale por arriba. Juanito Gerassi tenía delante de sus narices la salida a su laberinto, pero no la vio porque no supo mirar por arriba de aquel duelo de machos cabríos y hacer foco en Stepha Awdykovicz, su madre, esa mujer que enseñó filosofía, música, botánica y astronomía a tres generaciones de jóvenes dotados sin recursos en Norteamérica. Los interesados encontrarán un capítulo entero dedicado a ella en las Memorias de una joven formal, de Beauvoir. Yo prefiero cerrar con un hermosísimo retrato que le hace el hijo sin darse cuenta, cuando Sartre le pregunta en una de las últimas conversaciones cómo anda de los achaques la hermosa Stepha: “Ya casi no ve, pero conoce tanto las plantas de su jardín que puede distinguir a tientas los yuyos y sacarlos. Le duelen tanto las manos que, cuando toca, le caen lágrimas, pero la música la consuela igual. Está demasiado sorda para oírla, pero dice que la siente a través de los dedos”.

viernes, 18 de enero de 2013

La correspondencia entre Freud y Jung (Ed. Trotta, Madrid) ya se consigue en Buenos Aires!!!!


Esta correspondencia da testimonio del encuentro fructífero y finalmente trágico de dos hombres extraordinarios. Tanto Sigmund Freud como C. G. Jung obtuvieron de su amistad y del amargo final de la misma importantes impulsos para su obra posterior. Las cartas que intercambiaron entre 1906 y 1913 revelan las complicadas relaciones entre ambos amigos, tan distintos entre sí pero que tan intensamente se sintieron atraídos el uno por el otro. Su diálogo, aparte de mover a la interpretación analítica, constituye sobre todo un documento imprescindible para conocer los orígenes y el desarrollo del movimiento psicoanalítico. Al constante ir y venir de ideas y de novedades sobre la especialidad contenido en estas cartas, se suman noticias, a veces muy personales, y juicios mordaces y humorísticos sobre sus contemporáneos, tanto críticos como adeptos.

jueves, 17 de enero de 2013

ADRIAN PAENZA. El contador de Kruskal (Contratapa del Página 12, miércoles 16 de enero de 2013)


Un matrimonio no muy publicitado es el de la magia con la matemática. De la unión surgió lo que se conoce con el nombre de “matemágica”. Conviven desde hace muchísimos siglos y se han llevado siempre muy bien. El problema es que históricamente el papel dominante de la relación lo ha llevado la “magia”. La “matemática” ha quedado con un rol casi invisible, muy pasivo, transparente.

A los magos (y con toda la razón del mundo) no les gusta develar sus secretos. De esa forma, defienden (y definen) su profesión. Pero, al mismo tiempo, mostrar cómo la matemática es el motor escondido o subyacente en varios de sus trucos, serviría para hacer un poco más de justicia y exhibir el costado lúdico de una ciencia que no ha tenido buena prensa. O para decirlo de otra forma: no siempre recibe el crédito que le corresponde.

Me apuro a decir que no estoy afirmando que sin matemática no habría magia ni magos, sino que me gustaría exponer algunos trucos que forman parte del arsenal de un buen mago y explicar por qué o cómo funcionan.

El caso que quiero presentar acá es uno en el que un mago intenta hacer creer a sus interlocutores que tiene el poder de leer la mente. Contiene además un atractivo extra: no funciona siempre. Es decir, es un truco que tiene una muy alta probabilidad de que salga bien, pero no es infalible.

De por sí, esto solo ya es un hecho notable, porque un mago tiene que aceptar presentarse ante el público, invitándolo a que le crean que él puede leer la mente de quien será su interlocutor, pero exponiéndose a que quizá no lo pueda conseguir o, lo que es lo mismo, exhibirse vulnerable. Si no anda, sería el caso de un mago que no hace magia.

Pero la matemática le da algunas garantías: no garantiza infalibilidad, pero el porcentaje de veces en el que sí funciona supera el 84 por ciento. Es un porcentaje alto, por supuesto, pero el mago acepta correr algunos riesgos. Empecemos juntos y verá que las reglas son muy sencillas. Mire la figura que acompaña este texto: allí se ven los 52 naipes de un mazo completo de cartas francesas. Están ordenadas en seis filas porque no caben todas en una sola hilera: la primera es el nueve de trébol, la segunda el as de pique, la tercera es el ocho de pique y así siguiendo hasta llegar a la última que es el seis de diamante.

Ahora, piense un número cualquiera entre uno y diez.

Como usted no está aquí mientras yo estoy escribiendo estas líneas, voy a suponer que usted eligió (y no me dijo) el número ocho.

Empiece a contar cartas de izquierda a derecha hasta llegar a la octava carta. Resulta ser un seis (de corazón). Lo que importa es el número, y no el “palo”. Como llegó hasta un seis, cuente ahora seis cartas hacia la derecha a partir de allí, y si no le alcanzan las cartas, siga con la fila de abajo. ¿A qué carta llega? A un siete (también de corazón). ¿Qué hace ahora? Cuenta siete cartas a partir del siete de corazón, hasta llegar a un nueve (de pique). Y así siguiendo. Ahora tendría que contar nueve cartas a partir de allí y seguir con el proceso.

Como usted advierte, llegará un momento en que no podrá avanzar más porque se le van a acabar las cartas y no podrá seguir con el proceso. Cuando llegue hasta allí, retire esa carta del mazo.

Una observación más (muy importante): si al ir avanzando usted se tropieza con una carta que no tiene número sino una letra (o sea una J, una Q o una K), en ese caso haga de cuenta que llegó a un cinco y cuente cinco cartas hacia la derecha.[1]

Esas son todas las reglas: ahora le toca usted.

Elija un número entre uno y diez, detenga acá la lectura, vaya hasta la figura anexa, inicie el recorrido y cuando tenga la carta en la mano, vuelva acá que yo la/lo espero.

¿Ya está? Bien. Yo puedo anticiparle que sé cuál es la carta que tiene en la mano. ¿No me cree?

Vea, usted tiene en la mano el seis de diamante. ¿Es así?

Como usted advierte, yo no tengo manera de saber cuál fue la última carta a la que usted llegó y no pudo avanzar más, porque yo no sé cuál fue el número que usted había pensado originalmente y por lo tanto, no puedo saber desde qué carta empezó a contar.

Y entonces, ¿cómo puede ser? ¿Cómo puedo saber yo desde acá su carta final? No sabe cuántas ganas me darían de poder estar junto a usted para ver su cara de incredulidad y asombro. Al menos, eso es lo que me pasó a mí, y a la abrumadora mayoría de las personas con las que puse esto en práctica.

Antes de avanzar, le sugiero que me siga en este razonamiento: la carta que usted tiene en la mano (seis de diamante) es una carta que dependió del número que usted pensó de entrada (un ocho). ¿Cómo podría haber sabido yo con qué número habría de empezar usted? Es obvio que no tengo manera.

La pregunta inmediata que uno podría hacerse es: ¿y si en lugar de haber empezado con un ocho, hubiera empezado con un cuatro? ¿o con un uno? ¿Qué habría pasado? ¿A qué cartas hubiera llegado? La/lo invito que haga la prueba y verá lo que sucede (vaya y pruebe, vale la pena que lo haga con un par de números hasta llegar a alguna conclusión). Con todo, recuerde que escribí al principio que el truco no funciona siempre.

¿Y qué descubrió? ¿No es notable? La carta a la que uno llega al final, ¡no depende del número original que uno piensa (salvo una excepción)! Cualquiera sea el número con el que usted empieza, la carta del final es el seis de diamante, y la excepción es si usted pensó un cinco. En ese caso, el truco no funciona (la carta final en ese caso es la J de diamante), pero igualmente el resultado es impactante, porque funciona con nueve sobre diez posibles elecciones de números al comienzo.

Para haber llegado a descubrir su carta final, yo hice el mismo proceso que usted. Elegí como número “secreto” al número uno, lo que me obligó a empezar con el 9 de trébol y seguí desde allí.

Naturalmente, me imagino que usted debe estar pensando: ¿y qué pasaría si yo distribuyera las cartas de otra manera? Es decir, yo elegí una forma de distribuir las 52 cartas y usted tiene derecho a dudar sobre lo que sucedería si cambiáramos el orden. Vaya y hágalo. Mezcle el mazo tantas veces como quiera, distribuya las cartas en el orden que quiera, y empiece el proceso de nuevo. La probabilidad de que vuelva a suceder algo parecido es muy alta.

En general, si usted va a practicar el truco con alguna otra persona, es mejor empezar pensando el número uno como número clave o secreto. Esto incrementa ligeramente la posibilidad de acertar al final.

Para terminar, los créditos a quienes les corresponde. Este truco es tan famoso que tiene nombre. Fue inventado por el matemático y físico norteamericano Martin Kruskal (1925-2006) y popularizado por Martin Gardner. Sus aplicaciones no se detienen en la magia, sino que también es muy utilizado en criptografía y sirve para romper códigos y/o claves secretas.

El resultado está basado en un fino cálculo de probabilidades que es la que garantiza el éxito final en alrededor del 84 por ciento de los casos. Obviamente escapa al objetivo de este texto el exhibir la demostración de por qué la probabilidad de éxito es tan alta, pero para quienes se hayan quedado intrigados, les sugiero que vean los links que figuran más abajo[2].

En todo caso, es bueno saber que la matemágica –en tanto que sociedad entre magia y matemática– se han llevado tan bien durante tanto tiempo, y de paso, más allá del entretenimiento y la sorpresa, es capaz de proveer herramientas que podríamos estar usando en la vida cotidiana y que nos son totalmente transparentes.[3]

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NOTAS.
[1] Esto es sólo una convención. Podríamos adjudicarle un valor cualquiera, pero en realidad hay una consideración un poco más profunda para hacer: si uno tomara los valores once para la J, doce para la dama y trece para el rey, si bien el truco sigue siendo atractivo, la probabilidad de que funcione disminuye, no mucho, pero disminuye.

[2] Para aquellos lectores interesados, referencias a trabajos en esa dirección son los siguientes:

1) http://www.singingbanana.com/Kruskal.pdf

2) http://arxiv.org/abs/math/0110143v1

3) http://divisbyzero.com/2010/03/15/a-card-trick-solution

4) http://faculty.uml.edu/rmontenegro/research/kruskal_count/kruskal.html

[3] Quiero agradecer al doctor Juan Pablo Pinasco, profesor en Exactas (UBA) quien fue el que me sugirió que escribiera sobre el Contador de Kruskal mientras preparábamos la temporada 2013 de Alterados por Pi.


miércoles, 16 de enero de 2013

Colette Soler. "El psicoanalista y su institución" (1987)




El “Psicoanalista y su Institución”, es mi título, “institución” está en singular. Aunque existen en cantidad, esta dispersión no excluye el hecho de que hay una problemática común a la institución analítica. Dicho de otra manera, postulo que se pueden estudiar las variaciones concretas de los grupos analíticos en función de una estructura (la del discurso analítico mismo en sus relaciones con otros discursos).
No sólo he dicho “su institución”, sino también “el psicoanalista”. En singular, un singular no segregativo. No he dicho “el verdadero psicoanalista” ni tampoco “el psicoanalista lacaniano”. Tomo la practica analítica en su amplitud. Hablando del psicoanalista, Lacan precisa: “aquel que se dice tal y yo lo admito por ese hecho”. Es verdaderamente muy amplio. El psicoanalista se define en primera instancia, por el único rasgo de que acepta entrar en el dispositivo freudiano que por sí mismo determina lo que Lacan llama “el eje del procedimiento”.
También hay una multiplicidad de instituciones de psicoanalistas.
Existe esta doble singularidad y además existe, como sabemos, una división, en verdad, una multiplicación de instituciones. Cada una debe encontrarse un nombre. Entre estos nombres (algunos de los cuales, hay que decirlo, son un tanto extravagantes) yo privilegiaría tres que me parecen merecerlo. Estos tres conformaran para nosotros, un pequeño triangulo.
El primero, el menos en el tiempo, es la Asociación Internacional, que Lacan tan gentilmente distinguió con la sigla SAMCDA (Sociedad de Asistencia Mutua contra el Discurso Analítico) para señalar que el efecto de grupo juega al máximo contra el efecto del discurso. Esta es su tesis.
A continuación tuvimos la sociedad Psicoanalítica, que debe pensarse según el modelo de una sociedad científica. Implicaba desplazar el acento del aspecto comunitario, corporativo que hay en “asociación” al problema del saber. Ya estaba mejor, pero la dificultad es que en el psicoanálisis hay una aporía del saber y además, que no todo es saber.
El tercer término es, por cierto, Escuela: mantiene el acento puesto en la problemática del saber, pero lo desplaza hacia su elaboración y hacia los problemas de la formación. Una escuela hace referencia a una enseñanza.
Ustedes saben que, llegado el caso, Lacan busca un modelo de las escuela filosóficas de la antigüedad; estas no sólo pretendían una elaboración del saber, sino suponían el itinerario subjetivo junto a una maestro (un maestro es aquél capaz de guiar por una enseñanza).
Si me contento con este triángulo (asociación, sociedad, escuela) es preciso colocarle un agregado a “escuela”. Hoy, la escuela que nos interesa sitúa en lo que llamamos un campo, el Campo Freudiano, Asociación, sociedad, escuela, estos tres términos y lo que connotan (confraternidad, saber, formación), fijarán nuestras preguntas de hoy sobre la institución analítica.
Yo partiré, no obstante, de mucho más lejos. De la cuestión del grupo en general y de la función de los colectivos humanos. Estoy autorizada, ya que vuestro tema de este año es El malestar en la cultura. Volví a leerlo antes de hablar. Es cautivante el acento colocado, en este texto, en el problema del grupo. La cuestión fundamental de Freud concierne al goce. Se esfuerza por dar cuenta de una insuficiencia de goce, de una falta de gozar del hombre civilizado, pero a la vez se inquieta por un posible retorno del goce. Es uno de los acentos importantes de este texto. Noten sin embargo que entre cultura y goce (los dos términos fundamentales del texto) el término mediador es el grupo. La cuestión consiste para Freud en saber qué junta a los hombres y qué es lo que luego los separa. Es decir ¿qué es lo que hace lazo social? El problema es comprender cómo el parlêtre 1 – por supuesto que Freud no lo llama “parlêtre”, dice “el hombre”- puede consentir en esa pérdida de goce que es una condición de la cultura. Cómo puede renunciar, cómo puede sacrificar – son sus términos exactos-. Es ahí que acude a su idea de grupo. Su tesis, a la luz de la enseñanza de Jaques Lacan, me parece la siguiente: el grupo trata La Cosa por la identificación.
Ustedes ven que coloco el término Cosa allí donde Freud Trieb (pulsión). Esta pulsión que él desdobla en Eros (el dios de la unión) y Thánatos (el dios negro de la destrucción, aquél que preside, según Freud, la hostilidad primaria indestructible del hombre por el hombre) (cf. las páginas 65 y 68 de El malestar en la cultura) 2
Nosotros no creemos en la naturaleza humana puesto que Lacan nos enseñó que los rasgos del parlêtre son efecto del lenguaje sobre el viviente. Pero esto no los vuelve menos irreductibles, si bien más pensables.
El lazo social implica para Freud un sacrificio, aún en la pareja sexual. Pues Freud distingue, como recuerdan, dos tipos de grupos: por un lado, la pareja erótica, que es de a dos y, por el otro, los conjuntos más vastos que nos hacen entrar en lo colectivo. Opera con el uno, el dos y lo múltiple. El uno individual, el dos del grupo, lo múltiple de los colectivos. Si se toma la pareja erótica, el sacrificio de goce no es evidente y si embargo , en lo que llama amor y aún goce sexual, Freud ubica un doble sacrificio, una doble contención pulsional: la contención, al menos parcial, del componente agresivo y el sacrificio de la parte de pulsiones pregenitales que no se integran a la cópula. Lo que nos interesa, para nuestro tema, no es la pareja.
El esquema de Freud es muy simple. Es el que aparece en Psicología de las masas y análisis del Yo cuando se refiere a la estructura del grupo. En el origen del grupo coloca un ideal del yo – para nosotros un significante, que escribimos S1 – que, de ser común a los diferentes yo (moi) que componen el grupo, posibilitará su identificación recíproca y la constitución del conjunto.
La identificación se juega aquí en dos niveles: por poco que ese significante ideal se encarne es la esencia del jefe.
Lacan retoma este esquema del grupo tal cual. Hay muchos textos de Lacan que se refieren al grupo. En su Observación sobre el informe de Daniel Lagache (Pág. 677 de los escritos) hablando del ideal del yo dice lo siguiente: “Freud nos ha mostrado cómo un objeto reducido a su realidad más estúpida, pero colocado por un cierto número de sujetos en una función denominador común, que confirma lo que diremos de su función de insignia, es capaz de precipitar la identificación del yo ideal hasta ese poder débil de la malaventura” para designar algo que no se subraya lo suficiente: la coalescencia del significante, siempre tonto y la contingencia estúpida de un objeto. Lacan continúa: “¿habrá  que recordar, para dar a entender el alcance de la cuestión, la figura de Fuhrer y los fenómenos colectivos que han dado a este texto su alcance de videncia en el corazón de la civilización?”. He aquí evocado nuevamente el malestar en la cultura.
Podemos hacer un pequeño esquema de esta estructura. Entre el leader y sus groupies, el rasgo ideal (que Lacan llama rasgo “unario”), crea una lazo que no es de identidad sino más bien de diferencia. En cambio, como denominador común permita la unión entre los miembros del grupo.

Hasta habría que escribir uni-on con dos palabras, separadas por un guión. El rasgo unario es condición del unísono, de todos los on en el seno de un grupo, los on de “todos iguales”, de la muchedumbre unida. Lo cual no constituye lo uniano. Por el contrario es lo que significa el gran tema de la soledad en la muchedumbre. Pero sigamos a la lengua. Esta unión es justamente lo que manifiesta el uniforme. La lengua cae bien puesto que el uniforme, como vestimenta a nivel de la forma visible de la envoltura, la homogenización de los Yoes (mois), su uniformidad, su conformidad. Vestidos de la misma manera están aún más en la omnitud que vestidos en forma diferente. Se podría reflexionar también sobre el lazo entre la moda y la ciencia. Cuanto más esta última empuja al anonimato de la uniformidad, tanto la moda trabaja en la diferencia, en el look distintivo. Es una reacción que no le hace mal a nadie, que incluso favorece el comercio. Pero implica una contradicción pues como moda es un vehiculo de sugestión y homogenización. En ella repercuten los imperativos del momento. Piensen en la moda “unisex”… Freud había notado que el poder de la identificación de los moi en un grupo es tal, que llega a borrar la diferencia entre los sexos, a fabricar “moi” asexuados. No es azaroso que en nuestra época, la del boom de la ciencia y las técnicas, este “unisex” se realiza precisamente a nivel de la ropa.
El grupo trata La Cosa por la identificación. Pero ¿en qué es necesario tratar La Cosa? El acento puesto por Freud carece de equívoco: Se trata de contener y de reglar el goce pues amenaza al otro –es lo que lo vuelve nocivo y anarquizante. La Cosa de Lacan me parece más compleja. Digo “La Cosa de Lacan” aunque La Cosa sea un término de Freud retomado por Lacan (al principio para pensar otro término de Freud que es el inconsciente y luego para pensar el goce). Condenso aquí rápidamente lo que he desarrollado en la Sección Clínica durante este año. Primero situamos La Cosa por su topología, por su tópica, en el corazón del universo psíquico, de la realidad psíquica. Ahora bien, si tratamos de responder a la cuestión de saber qué es y no la cuestión de saber dónde situarla, daremos en principio una definición negativa: es diferente de la realidad psíquica si se entiende por realidad psíquica, con Freud, lo que Freud llamó Vorstellung y Vorstellungsrepräsentaz (que podemos asimilar grosso modo a lo imaginario por un lado y a lo simbólico por el otro).
En tanto esta Cosa está fuera de lo imaginario y de lo simbólico, la consideramos real.
En un real que podemos especificar doblemente. Me parece que es lo que hace Lacan, según las épocas. Podemos especificarla primero como vacío, como un agujero en el Otro, el agujero mismo del sujeto; luego como pleno, pleno de goce. Por eso hay un desdoblamiento de la cuestión con respecto a La Cosa, en lo que concierne a la función de la identificación en el grupo.

Grupo y Narcisismo

El grupo es un campo de fenómenos narcisistas masivos. Lacan lo recalcó en varias oportunidades. Insiste en 1967, en un texto contemporáneo de La Proposición titulado Razones de un Fracaso: “El narcisismo que denomina el régimen del grupo” llega hasta la obscenidad imaginaria definida como el momento en que lo sexual pasa los limites del pudor.
No hay que creer, sin embargo, -como se dice a menudo y sin razón- que las apuestas de la vida de grupo son imaginarias. Se puede hacer reír con el narcisismo para denunciarlo, por ejemplo. Hay una canción que Jaques Dutronc cantaba hace unos diez años sobre un texto de Jaques Lanzmann y que se llamaba “Et moi, et moi, et moi”, “cincuenta millones de africanos y yo, y yo, y yo”, “Y yo, y yo”, es el grito irrisorio del narcisismo. No obstante tiene sus apuestas de sujeto. Preguntémonos ahora por el beneficio narcisista que se busca en la pertenencia al grupo y preguntémonos por sus diversas peripecias. Creo que la llamada vida de grupo pone en juego las miserias del sujeto en sus relaciones con el Otro. En este lazo del sujeto con el Otro del significante, Lacan aísla una doble necesidad que abrocha con dos expresiones: incluirse y sustraerse. El incluirse se realiza hasta la evidencia en los grupos –es el problema de las admisiones, instituidas o formales. “Pido ser admitido”, es pedir ser representado por el significante del grupo, incluirse. Es lo que materializan los anuarios. La aspiración a estar allí, cuyo efecto más importante es la bien conocida angustia de exclusión, se complica pronto con otra preocupación: ¿a titulo de qué?
Pues al ser representado por un significante cualquiera, al ser admitido como uno entre otros, el sujeto no puede menos que sentir su diferencia aplanada y aspirar desde entonces a distinguirse.
Hay muchas maneras de hacerlo. Las hay útiles y obstaculizantes, extrañas y menos extrañas. Y hay una que no es como las otras –renunciar, en algunos casos hacerse admitir para renunciar-. Consiste en sustraerse y es una tentativa de separación análoga, salvando las distancias, al suicidio. En un momento reciente de las historia del psicoanálisis hubo como una epidemia: cada día Empédocles tenía cría. Este fenómeno de la dimisión no existe, para ser exactos, en las sociedades analíticas. Ustedes pueden (el caso no es ficticio) presentarse en la Escuela X –y una vez que son recibidos brillantemente, decir que no es cuestión de llevar uniforme porque no está de acuerdo con vuestros ideales de singularidad. Ustedes renuncian entonces, inmediatamente, puesto que, de todos modos, no serían admitidos si no llevaran el uniforme. Me parece un buen ejemplo de la dialéctica del Sujeto y el Otro: estar ahí –inclusión- distinguirse – tentativa de separación- interna- sustraerse –para dejar ahí su vacío-.
Pero el grupo no encarna tan sólo al Otro del significante (que no existe y en el cual el sujeto debe alojarse). Encarna también al Otro del goce (que puede existir). En este caso no se trata de la dimensión del “estar ahí”, sino de la dimensión del “yo estaba allí en un cuerpo y en presencia”. Es un segundo aspecto de los beneficios narcisistas del grupo: incluir un goce que disimula al mismo tiempo. Ciertamente no se copula con el grupo –hecho del que proviene ese sentimiento de desposesión tan frecuente y esa ilusión de que otros gozan mejor que tiene una parte mejor de su agalma.
Sin embargo, el plus de gozar encuentra en la manera de realizarse ¿acaso el “hacerse ver” no está con frecuencia a flor de fenómeno? ¡Cuánto señor Músculo de la pulsión escópica se podría citar! Se podría también ilustrar el “hacerse alimentar”, el “hacerse chupar”, el “hacerse cagar”, el “hacerse escuchar”, pues no todo es saber en las enseñanzas. Seno, excremento, mirada y voz encuentran su espacio allí.


El Narcisismo del Grupo

Paso ahora del narcisismo en el grupo al narcisismo del grupo, al narcisismo colectivo. Es el que preside la segregación.
Este término es muy importante en El Malestar en la Cultura de Freud, tiene también cierta actualidad en Francia. Freud es categórico al respecto. Para Freud el grupo identifica, colectiviza y contiene el goce destructivo. Tiene pues, un efecto humanitario. Pues es un efecto interno y parcial. La certeza de Freud es que toda renuncia se paga con un retorno de goce. En el grupo, lo contenido en el interior retorna al exterior. Este análisis responde a una estructura muy precisa; un conjunto identificado por un significante en el que opera un cierto reglado interno del goce. Inscriban como Otro lo que no está allí, lo que no inscribe en ese S1. La certeza de Freud es que entre los dos la lucha está estructuralmente programada, o sea que el significante amo pacifica sólo localmente y lleva correlativamente a la guerra. Les hago notar que allí utiliza el término narcisismo de la pequeña diferencia al evocar rivalidades entre pueblos vecinos, entre países vecinos, entre el Norte y el Sur. La idea profunda es que desde que hay lo uno hay lo Otro y entre los dos no hay armonía posible. Algunos desarrollos de este texto merecen ser señalados y anuncian lo que Lacan condensó en una expresión poderosa: el racismo en relación al goce del otro. Freud sitúa la justicia como reivindicación, reivindicación de que todos paguen el mismo precio de goce. Es una aspiración a universalizar la falta de gozar. Es por esto que Lacan puede decir que el psicoanalista como el santo “hace caso omiso de la justicia distributiva “. Además, está la idealización de los modos de goce con respecto a lo que está fuera, ya sea el desprecio (desprecio por el que no ha sacrificado en la misma medida), ya sea el proselitismo (que quiere decir “hagan como nosotros”), ya sea, en fin, la persecución (ese celo que no hace sino saciar el KAKON fundamental que no es domesticable). Freud considera con la mayor determinación que esta estructura es irreducible. Esto implica que la civilización y sus valores humanitarios no son univerzalisables, que sólo pueden ser locales, que les hace falta otro –o sea, nada vale lo que un buen enemigo. No se puede decir que hasta aquí la historia lo haya desmentido. Con su extraordinaria ironía, Freud concluyó que la civilización debiera estar agradecida a los judíos, no por haber contribuido a sus obras, sino por haberse dejado perseguir, por haberse consagrado a derivar la pulsión destructiva. Freud era pesimista, según se dice. Lacan lo es aún más puesto que extiende las mañanas que no cantan sobre la estructura y sobre el estado de los discursos (cf. Televisión y La Proposición del 1967, en donde evoca "los Impasses crecientes de nuestra civilización” y “las modificaciones que impone a los grupos sociales”, no como efectos de una mala política, sino como efectos de la ciencia y de la uniformación que introduce). Preguntémonos en qué esta va en el sentido del impasse. Es la uniformación de los goces de la masa, ejemplificadas por Zizek (en un articulo del Ane) con el significante coca cola (que reina hoy en el mundo). Es un plus-de–gozar modesto pero que presentifica igualmente el imperativo "todos igual”. La uniformación de que habla Lacan aquí está en impasse pues es correlativa de una forclusión, forclusión de las diferencias (en el sentido preciso de exclusión de lo simbólico). De esta forclusión de las singularidades hay retornos en lo real que van de los más inofensivos los menos inofensivos. Uno benigno es la búsqueda de color local, el gusto por el exotismo, en el que se imagina hallar un plus-de-gozar en libertad., opuesto al plus-de-gozar encadenado a las leyes del mercado fabricado por la ciencia. M. Sasaki está aquí, viene de Japón y les hablará mañana. Tal vez, el Japón es para nosotros, franceses, un poco exótico, pero hallar un “ámbito distinto” que no sea más o menos el mismo, es cada más difícil y pronto será imposible. Al principio esta la exaltación de las particularidades y reivindicaciones regionalistas. La cuestión del regionalismo es muy compleja y mi observación es parcial; pero el hecho de que el regionalismo haya sido un tema gaulliano, es decir que sido tomado por el poder del Estado, debería poner la pulga en la oreja. El gusto por el exotismo da ocupación a toda una rama de comercio: si quieren un “ámbito distinto” lo tendrán programado en todos sus detalles. La reivindicación regionalista es pues un retorno de la diferencia forcluida, una de sus compensaciones. El estado puede orquestarlo puesto que está a cargo de la paz interior. Ocurre lo mismo con los deportes. En la medida que el deporte es una sublimación de la violencia (en el caso de algunos deportes), están autorizados a destruir al otro dentro de las reglas. En el extremo hay que evocar los campos de concertación, motivo de la frase de Lacan que les leí hace un instante. Para Lacan es “la reacción del precursor” en relación a lo que se ira desarrollando, “reacción del precursor” quiere decir la respuesta en acto a la universalización en cuestión.

El Grupo Analítico

Tras este largo rodeo vuelvo al grupo analítico. Este se origina en el discurso analítico, el discursos analítico es el lazo social creado por un análisis. Es una lazo entre dos personas aunque haya cuatro términos en el discurro. El grupo analítico es un conjunto, una masa que va del grupúsculo a la vasta internacional. La cuestión es saber si hay alguna incidencia del discurso analítico en la institución de quienes se consagran a ese discurso. El profano postularía de buena gana que entre los analistas. Estén o no en grupo, debe haber más sabiduría, o, al menos, más salud, que en cualquier otro. La tesis de Lacan, tomada de Freud, es la inversa: no hay más, habría más bien menos. Freud comprobó que los analistas no materializan en sí mismos el modelo de humanidad que querrían para sus anlizantes. Lacan ratifica esta afirmación y ve en ella un efecto del discurso analítico. Creo que se puede transpolar esta evaluación a la institución analítica.
Una cascada de rupturas segregativas marcó desde el principio la historia del psicoanálisis. Esto no comenzó con Lacan- la historia del psicoanálisis es una historia de escisiones-. Los grupos lacanianos no escapan a esta lógica. Aún antes de la disolución de la Escuela Freudiana, ya se había formado el Cuarto Grupo y depuse de la disolución hubo una multiplicación de grupos pequeños al lado de la gran Ecole de la Cause. No insisto. La tendencia disruptiva, desagregativa de la institución analítica me parece suficientemente manifiesta. El elemento narcisista es también más evidente que en otros grupos pues está quizás menos recubierto por ideales colectivos.
Pero si los impasses propios del colectivo son más intensos en los grupos analíticos se trata de dar cuenta de ellos de una manera plausible, como lo hace Lacan con el psicoanalista. Lacan ve en el psicoanalista una repercusión de la experiencia analítica misma y la refiere a la posición del analista.
En el fondo he desarrollado lo siguiente: el grupo se ocupa en general del carácter no identificado del sujeto. Para el analista esta problemática de la no identificación del sujeto me parece reduplicada por la falta de la identificación del psicoanalista. Si se habla de identificación del psicoanalista, hay que conservar la ambigüedad de la expresión, sus dos sentidos: que el analista se identifica o que se lo identifica, como se dice identificar un sospechoso. La tesis es la siguiente: la posición del saber en el discurso analítico instaura la necesidad de la institución analítica y la amenaza al mismo tiempo.
Que el analista sólo se autoriza en sí mismo quiere decir que no se autoriza en el Otro. No se autoriza en el saber del Otro, no por rechazo a someterse, sino por defecto, porque el Otro falta. Esto es lo que puso a prueba en la cura.
Y si no hay sujeto supuesto saber del analista, quién va a decir, en lo particular de cada caso, lo que él es y lo que debe ser. ¿Cómo identificar al analista? Es el tormento de su institución.
Para el medico la cosa es diferente –tal vez no en su totalidad- , pero en gran parte. Hay un saber transmitible con el que se puede testear su competencia, aunque no garantice sus actuaciones. Lo mismo ocurre con los enseñantes, con las técnicas que emergen de un campo de saber efectivamente elaborado. Tampoco se puede identificar al analista por sus productos, como se hace con los artistas por ejemplo. Para el artista tampoco hay un saber depositado en el Otro. La norma del saber falta igualmente para todo lo que va del artesanado al arte. La diferencia consiste en que tienen sus productos, las obras (que satisfacen o no por su uso utilitario cuando se trata del artesanado o por el goce que producen cuando se trata del arte. La di). Existe pues para el artista otro que responde en lo real con su goce al punto de que está dispuesto a pagar por él. A falta de un sujeto supuesto saber, hay al menos uno cuyo goce se comprueba. Nada de esto para el analista.
El analista existe al saber del otro y lo sabe. Esta existencia escríbanla con dos palabras, como Lacan, para aludir al lugar. Es lo que escribe el discurso analítico cuando en el lugar del agente pone el objeto a simbólico que el analista encarna con su saber hacer. El analista no se distingue sólo por existir al saber del Otro, sino por existir al saber. Por saber esto se distingue de los demás. Cito: “es un saber imposible de  producir pues ningún saber puede ser producido por uno solo”.
Por eso se asocia con quienes comparten  ese saber que no pueden intercambiar. Los psicoanalistas son los sabios de un saber con el que no pueden dialogar. Subrayo la relación de consecuencia, de causa a efecto que Lacan establece en este texto entre el saber del analista y el hecho del grupo. Estamos lejos de la problemática corporativa aunque no estemos en la sociedad científica. Estamos frente a una necesidad estructural que comporta implicaciones subjetivas para el analista. Un saber que no se puede intercambiar es una cierta paradoja. Esta expresión sustituye el término no-saber (que Lacan utiliza un tiempo) pues daba demasiadas facilidades a las turbaciones de los analistas y era demasiado heterogéneo a la ciencia. Pero al plantear la imposibilidad de dialogar con el saber, Lacan dista de hacer un llamado a lo inefable. Seria contrario a la orientación racionalista de su enseñanza y sus efectos por marcar lo que distingue al psicoanálisis de las prácticas iniciáticas y de las distintas sabidurías. Pero, ¿cómo entender ese saber rebelde a la dialéctica de la interlocución?
Sólo puede ser un saber no inscrito en el otro. Es el caso del analista que sólo es en su operación. En acto, pues. Entonces, en su acto, el analista no piensa. No es sujeto como en el dialogo. Se puede alternar el “yo no pienso” del acto y el “yo pienso” del sujeto, pero es el uno o el otro. El acto no carece de saber, al menos de la estructura, pero es un punto limite que se podria llamar según Lacan tanto “saber absoluto” como “punto cero del saber”. Este saber no dialéctico aglutina a los analistas sin ser suficiente para su identificación en los dos sentidos. Sin duda, hay psicoanalizantes, y podemos decir: “no hay psicoanalizantes sin psicoanalistas que los causen”, pero esto no indica, como hace notar Lacan, dónde está, quién es el psicoanalista. Es evidente que este problema atormenta no sólo a las instituciones analíticas, sino a los analistas uno por uno (no hay Otro del Otro). Se dice rápido pero creo que enferma a los analistas. Lacan da un nombre a la enfermedad profesional que engendró este punto cero del saber: la suficiencia. El tener que ser suficientes para el acto sin el Otro los vuelve también suficientes –pero esta vez en el sentido del desconocimiento-. El desconocimiento necesita del Otro. Es lo que el grupo suministra en general y en particular al analista. Pues a falta de identidad puede hallar en él la manera de producirse, en el sentido de la pulsión.
Existe otra vía para sostener este saber que no se puede tener; Lacan la denomina Escuela. El psicoanálisis es un discurso sin palabras. Si el psicoanalista no se contenta con mantenerse al calor de la institución y quiere obtener su saber del silencio del acto (sin transformarlo en remilgo o estigma), le será preciso inventarlo. Si este saber es rebelde al Otro, sólo la letra, idéntica a si misma, será apropiada para escribirlo. Pero ésta es otra cuestión  y yo me atengo a la de la institución.
En general la institución protege y tapona la posición insostenible del psicoanalista. Por eso se aferra a ella, aunque su suficiencia fomenta hasta la obscenidad los efectos de grupo.
Se trata ahora de saber si la institución misma puede y debe hacer semblante del Otro que no existe. Esta cuestión concierne principalmente a la política de la institución. Hay que poder localizar al analista, aunque sólo sea para saber a qué puerta golpear. Esta es, a menudo, la obsesión del analizante: teme equivocarse o haberse equivocado de dirección. Por su parte el analista llega hasta temer que no se encuentre su puerta, pues por existir al saber, no le basta con pagar su llave (con dinero o con títulos) para tener casa propia. Es una necesidad a la que la institución debe responder.
Tenemos una solución de la IPA. Es un intento por identificar, en el sentido fuerte del término, el saber y el saber hacer del analista. En su origen este esfuerzo fue legítimo. Para freud fue incluso una aspiración científica. La imposibilidad de responder a esta aspiración, condujo a sus seguidores a identificar el saber con los conceptos inmutables de Freud. Para pensar en psicoanálisis, pensarlo como Freud. Lacan concede a esta ortodoxia el merito de haber al menos conservado la letra de Freud. Pero esto no resuelve el problema de la formación del analista. La solución de la ortodoxia fue muy simple: identificar el saber hacer del analista con el de su propio analista quien a si vez lo tiene del suyo; este movimiento recurrente conservaría el espíritu de una filiación con el saber hacer de Freud mismo. Esta gestión explicitó en la IPA con la tesis de la identificación del analista como fin de la cura (lo que implica a su vez una identificación de la técnica y en especial del encuadre). La solución de la IPA no fue poco razonable, hasta podría decirse que fue sensata, pues que reposa sobre el mismo principio, a saber, la sugestión (cuya idea es que el Otro ya esta allí). Se transforma así en parapeto de la conformidad. El problema es que el acto no es conforme y que de serlo de demasiado puede volverse imposible.
Se plantea  ahora el interrogante de saber qué hizo Lacan con la institución analítica.
Tenemos la tesis de Elizabeth Roudinesco en su libro sobre la Historia del Psicoanálisis. Evidentemente, su obsesión es estar sugestionada por lo que lacan dijo sobre el tema; ella no quiere dejarse engañar. En una institución, dice, hay dos posibilidades: la democracia y la autocracia. Observa que ninguna de las dos  está en armonía con el psicoanálisis –esta frase es de gran belleza y simplicidad intelectual-. Recalca que la democracia (cuya ideología es en este momento la tendencia a minimizar los males de los principios colectivos), no es armónica con el inconsciente, que no vuelve a los hombres libres e iguales. Hay, por el contrario, una desigualdad  original e irreducible en el destino que forja el inconsciente. La democracia (con su esfuerzo por poner a cada uno en pie de igualdad), vas más bien en el sentido de afirmar los yo igualitarios en detrimento del inconsciente (que no lo es). De hecho, la exigencia democrática surge de la justicia distributiva en la que el psicoanalista no repara (cf. Televisión). No repara porque se dedicó a lo que está mal repartido. El modelo autocrático es el que funciona con un jefe, en el sentido freudiano, es decir un jefe amado y obedecido por su saber idealizado. Es el modelo de la Internacional. Aquí Elizabeth Roudinesco acuerda con la tesis de Lacan. Hay dos tipos de jefes. Esta Freud –es el jefe que no ejerce el poder, es el jefe que ha querido mantenerse al margen-. Esto no es falso. Tenemos indicios de que Freud en su sabiduría, trato de delegar en otros la gestión de la institución –tenemos indicaciones precisas de que quería delegar su rol en un no-judío. Y en fin está Lacan, un jefe que quiso tener manija.

Dicho de otra manera, la tesis es que de la institucional a la Escuela de Lacan no hay una diferencia fundamental. Esta radica en que en un caso el jefe se apropia del poder y en el otro lo delega. He aquí cómo se explicarían las desgracias de la vieja Escuela: habría una antinomia entre la posición del analista y la posición institucional de Lacan. Se ve de que manera esta problemática cliva las cuestiones epistémicas de la cuestión de la institución.
La tesis de Lacan es otra.  Pues Lacan tiene una tesis y hasta un balance sobre su accionar: fracaso. Pero lo que le interesa en forma prioritaria no es tan la institución como el psicoanálisis. En 1967 dice: “he fracaso en despertar el pensamiento analítico”. Correlaciona Este sueño de la razón con la estructura, con el horror del acto (que obliga a preferir  al sujeto supuesto saber). La institución refuerza, a veces hasta la diferencia delirante, la intimidación propia del sujeto supuesto saber. Tanto más cuento que ella misma está próxima a una iglesia. Así el grupo se transforma en guardián del narcisismo colectivo. Esta evaluación de Lacan debe ser completada con otra posterior donde observa que ha tenido éxito en dar a los analistas deseos de existir. No contradice a la primera pero su acento es diferente, puesto que no evoca un campo epistémico sino un deseo. Cuando este deseo es de existencia, su grito sólo puede ser una formula de excepción, hasta de excepción en  suspenso, puesto que del deseo de la efectivización hay un paso. Es lo que Lacan llama el “al menos yo” de los analistas. Se opone a la evidencia, al “yo también”, que daría una formula del deseo opuesta al deseo de existir, a saber, las ganas de ser conforme. ¿Pero cómo hacer un grupo con excepciones? Parece imposible pero es inevitable pues el analista no puede sostenerse solo.
Nosotros tenemos hoy, tras tantas visicitudes, una escuela y un Campo Freudiano.
 Haré dos breves observaciones. Escuela quiere decir: mantener la referencia al saber y priorizar su elaboración. Nada que ver con el aprendizaje. Campo freudiano es un significante que funda un grupo inédito en el psicoanálisis. Puede ser de extensión mundial –tal es el caso- pero no constituirá una nueva Internacional, si este significante queda como índice, no de un rasgo común empuje-a-la-identificación, sino de una referencia común (lo que es diferente pues una referencia no identifica).
Para terminar, se trata de saber si Lacan ha logrado que los analistas que ya existen no sólo existan, sino que se avengan a hystorizarse de ellos mismos (escrito con y como lo hacía Lacan). Mientras que el analizante se hystoriza del sujeto supuesto saber, hystorizarse de sí mismo es la fórmula del pasante que elabora una pizca de saber transmisible. Tal es la apuesta.

Traducción: Vera Gorali

NOTAS
1 condensación de parler (hablar) y être (ser).
2 las referencia son a la edición francesa.