martes, 22 de enero de 2013

Guy Le Gaufey. "La edad del psicoanálisis" (1994)





El mundo ha conocido muchas edades : la edad de bronce, la edad media, la edad de la máquina de vapor y, entre mil otras, he aquí la edad del psicoanálisis. Me gustaría primero que ustedes no se equivoquen con este título mío. Durante la edad de bronce, por ejemplo, no había bronce en todas partes, y el bronce no era la única riqueza, pero la aleación de cobre y de estaño, gracias a sus calidades particulares, permitió crear un arte que, a nuestros ojos modernos, se queda como la marca de toda una época.
De la misma forma, no quiero decir que el psicoanálisis se encuentra hoy por todas partes — aunque se pueda facilmente imaginarlo en algunos barrios de Buenos Aires — pero que por medio de él pasa una fuerza viva, cada vez más difícil de barruntar en los montones de comentarios que han sido levantados sobre las obras de Freud, ayer, y la de Lacan, ahorita, semejantes a túmulos funerarios.
Por mi parte, yo fui, yo soy, y verosímilmente yo seré también un comentador de estos dos. Pero hoy, en frente de un público que no conozco, y sin el tiempo necesario para lanzarme en un comentario correcto, preferería decir más directamente lo que me parece que hará del psicoanálisis una cosa capaz de marcar nuestra época — no como un fenómeno de moda intelectual, sino como una de las más claras expresiones de un asunto más grande, que de buen grado nombraría : el reconocimiento de la independancia de los aparatos simbólicos.


I. El signo que significa algo para alguien

La humanidad se confunde casi con la emergencia de tales aparatos, de tal modo que nosotros podemos considerar directamente la posesión de estos aparatos simbólicos de la misma manera que la capacidad de sonreír : una marca típica de la humanidad.
¿ Pero qué ha de entenderse con esta expresión tan vaga de “aparatos simbólicos” ? En primer lugar, obviamente, el lenguaje y, ligados a él, los sucesivos modos de comunicación, incluso la escritura que apareció hace casi cuatro mil años. Es claro que, a través de una tal duración y de tan diferentes culturas, estos aparatos fueron numerosos (es un eufemismo), y no voy a detallarlos. Entonces, con una cierta brutalidad, voy a encerrarlos en una sola definición : todos fueron compuestos con elementos de los cuales cada uno representaba algo para alguien.
Sé perfectamente que una tal definición puede ser refutada muy fácilmente, y que nada era tan simple para el empleo de estos aparatos. Cuando el escriba egipcio trazó las figuras de un «rebus de transferencia», ciertamente que su acto era un poco más complicado que la designación pura y simple de un objeto ausente. Aquellos que entre ustedes pudieron leer algunos capítulos del libro de Jean Allouch Letra por letra me entienden mejor que los otros, pero no quiero dar muchas vueltas a esta cuestión y, a pesar de las mil dificultades que un erudito podría plantear para echar abajo la generalidad de esta definición, yo la mantengo : estos aparatos eran siempre concebidos como vínculos y lazos, entre, de un lado — digamos —, la humanidad, y del otro lado : el mundo. Las opiniones discrepaban, naturalmente, a propósito de la naturaleza del signo, y siempre hubo tres maneras de pensar sobre su origen que podían mezclarse más o menos, según los signos. El signo podía ser concebido como una invención humana (como en la escritura), o como un objeto particular del propio mundo (el relámpago, el trueno), o como un donativo de los dioses. Pero, cualquiera que hubiera sido su origen, su funcionamiento no era tan diferente : el signo representaba algo para alguien.
Esta definición articula claramente tres términos : el signo lleva la carga de lo que se llama aquí “representación”, una palabra que incluye en sí misma una idea de repetición : re-presentar, volver a presentar. (Aquellos que estudiaron — tan sólo un poco — las palabras Vorstellung y Darstellung en Freud conocen bien el problema). En esta definición, la prioridad es claramente dada al “algo” en el cual el signo toma, sí no su origen, por lo menos su fuerza.
No es tan fácil ponerse de acuerdo sobre la naturaleza de este “algo”. No es igual a “cualquier cosa”, porque este “algo” no es necesariamente una cosa, pero se puede decir — siguiendo los términos de Wittgenstein en su Tractatus lógico-filosóficus — que es siempre un estado de cosas, sean cosas del mundo externo al hombre, o interno a él, o el de los dioses. En todo caso, tan interno como sea este “algo” que es representado gracias al signo, se queda fuera del “alguien” para quien esta representación es válida.
Si algunos entre ustedes son un poco asiduos con el lógico Frege, probablemente se acuerdan de su definición del término “objeto” frente al término “función”. Después de su definición de esta función como una expresión lógica que posee en sí misma un lugar vacío, Frege afirma que un objeto es “cualquier cosa que no es una función”, lo que implica directamente que un objeto es algo que no posee ningún lugar vacío.
Igualmente, el “alguien” de mi definición del funcionamiento del signo se podría concebir, en primer lugar, como una exclusión completa, sin falla, del “algo”. “Alguien” será cualquier cosa que no se puede reducir, de cualquier manera, a un “estado de cosas”. No importa aquí que este “alguien” tome la aparencia de un ser humano, de un dios o de no sé que angel o vampiro ; lo que importa es únicamente el hecho que, de este “alguien”, no se podría hacer un cuadro. En esta palabra, ustedes reconocen otro término de Wittgenstein. Para él, un cuadro es lo que se interpone entre un estado de cosas y... precisamente : alguien — este alguien que, en el Tractatus, se llama unas veces “nosotros”, otras veces “yo”, pero siempre un sujeto gramatical.
La imposibilidad para dar una aparencia cualquiera a este “alguien” no fue claramente entendida antes de Descartes. El «cogito» puso a plena luz el hecho que ego es un acontecimiento, no un estado de cosas. Pienso, luego existo pone el “ego” fuera de cualquier pensamiento, y la importancia del cogito se debe, en parte, al hecho que, con él, el “alguien” encontró por la primera vez su propio régimen de funcionamiento, sin ya ninguna ayuda directa del alma cristiana o de cualquier forma de espíritu.
Uno de los efectos directos de la claridad del ego del cogito fue una casi inmediata claridad de la lógica del signo que apareció algunos años después en La Lógica o El arte de pensamiento, libro que se llama en frances : La logique de Port Royal. No se encuentra en este libro la definición del funcionamiento del signo que uso aquí, pero eso se entiende muy bien pues en aquella época — dos siglos antes de una lógica fregeana o russelliana marcada por cuantificadores — palabras como “algo” y “alguien’ no eran tan utilizadas en lógica como hoy.
En la primera parte de este libro — que ha conocido cuarenta y cinco ediciones en francés en 332 años — se expone magistralmente esta lógica del signo que quiero ahorita mismo encerrar en esta pobre définición : lo que significa algo para alguien. Este trípode ha sido el elemento básico del orden que me gusta llamar “clásico” — este orden epistemológico que nació y se consolidó en el siglo xvii, en el mismo tiempo que apareció la ciencia, y se fracturó — sin desaparecer completamente— al principio de nuestro siglo. Durante casi tres cientos años, reinó sin ninguna rivalidad hasta el punto en que no se podía imaginar otra cosa sobre la naturaleza del signo. La evidencia de esta definición era tan fuerte como la de la geometría euclidiana, tampoco sin ninguna rivalidad hasta la mitad del siglo XIX.
Fue precisamente con la geometría que esta naturaleza del trabajo representativo de un aparato simbólico empezó a fracturarse. Se descubrió que era suficiente cambiar algunos pequeños puntos en la batería axiomática para obtener geometrías profundamente diferentes de la euclidiana y — ¡ peor ! — sin ninguna relación directa con nuestro espacio habitual ; y no obstante capaz de fabricar teoremas tan verdaderos como los de la euclidiana. Esta fractura en la consistencia del signo clásico llevó una mitad de siglo para imponerse, y fue solamente con el libro del matemático alemán David Hilbert Grundlagen der Geometrie — Los fundamentos de la geometría (1899) — que eso se instaló en la conciencia moderna.
A partir de esto, se pudo lentamente concebir unos regímenes del signo en los cuales no se sabía si cada signo representaba un estado de cosas o nada, pero en los cuales, sin embargo, se podían hacer demostraciones correctas. La fractura momentánea creída por Descartes en sus Meditaciones I y II entre el pensamiento y el pensado, para obtener sus “figuras”, es decir pensamientos sin más referencia a ningún pensado, esa fractura ya no era, a partir de Hilbert, un momento fugaz en el paso hacia el cogito y la producción del ego, sino una condición preliminar para estudiar la consistencia de un aparato simbólico, empezando con la de la aritmética.
Los matemáticos sabían en efecto que, si se podía demostrar la consistencia de la aritmética, se podía deducir directamente de ello la consistencia de la matemática entera. En su texto intitulado “Sobre el infinito”, de 1925, Hilbert propuso considerar que, en su nueva meta-matemática, el único objeto de estudio fuera el signo sin ninguna otra preocupación del “algo” que este signo significaba para “alguien”, únicamente como un nudo de relaciones con los otros signos empleados con él. Eso fue la condición indispensable para estudiar especificamente la consistencia del más elemental aparato simbólico — el de la aritmética — y para descubrir, algunos años después, gracias al lógico vienés Kurt Gödel, el primer gran teorema de incompletud de las lógicas de un orden igual o superior al segundo grado.
Infelizmente para la claridad y la concisión de mi argumentación, la historia del signo es más complicada que este esquema demasiado lineal, y es necesario que yo diga algo a propósito del que casi fue el inventor de esa definición, donde se encuentran ese “algo” y ese “alguien”, que no fue Jacques Lacan, sino el filósofo norteamericano Charles Sanders Peirce. En su obra que nunca fue publicada en su vida, y que él nunca fue capaz de ponerla en orden, se lee exactamente esto :
Un signo, o representamen, es algo que viene en el lugar (qui tient lieu) de algo para alguien sobre cualquier relación o cualquier calidad.
Aparentemente, esta es la definición que yo daba. Pero a propósito del “alguien”, una carta de Peirce del 23 de diciembre de 1908, dirigida a Lady Welby, trae una importante precisión :
Habló de “alguien”, escribió Peirce, como para echar de comer a Cancerbero, porque me desespero en hacer entender mi propria concepción, la cual es más larga .
Esa concepción, la expresó por la palabra “interpretante” en lugar de “alguien”. Pero este “interpretante” claramente ya no era una persona sino “en el espíritu de una persona un signo equivalente” : un otro signo. De tal modo que la definición central del orden clásico vino a expresarse en Peirce con la forma :
El signo representa algo para un otro signo.
Eso era casi inadmisible para el orden clásico, pero no es tan inconcebible que haya sido el mismo quien pudo enunciar la mejor fórmula del signo clásico, quien vino a subvertirla. Es casi una regla que los axiomas constituyentes de un saber aparezcan en toda claridad únicamente cuando ese saber esté en peligro ; durante los años de triunfo y de funcionamiento normal de un saber, sus axiomas trabajan silenciosamente, sin ninguna necesidad de proferirlos.
Hago esta vuelta por Peirce para mostrarles que este orden clásico del signo ha conocido muchos accidentes en el siglo pasado, del lado de la lógica como del lado de la matemática. Y ahora me gustaría indicarles cual fue la manera de Freud para introducirse en esa brecha, sin preocuparse mucho sobre la naturaleza del signo. Pero es cierto que sobre la cuestión del “alguien” para quien el signo representaba algo, Freud era conducido a sostener una posición ambigua puesto que adoptaba macizamente la lógica del signo clásico, pero autorizandose a interrumpir el funcionamiento del “alguien” cada vez que se le hacía necesario.


II. Freud y los pensamientos sin pensador

La representación inconsciente es claramente una tontería pura y simple en el orden clásico, y ello no es reconocido suficientemente hoy. Aparentemente, para mucha gente en el pequeño mundo freudiano, hay representaciones conscientes y representaciones inconscientes de la misma manera que hay caballos blancos y caballos negros. “Inconsciente” es nada más que un adjetivo. A este respecto me gustaría recordarles la palabra irónica del físico y filósofo del siglo pasado, Ernst Mach, sobre el problema de la atracción universal en Newton ; decía que, después de haber sido, en el inicio, un “misterio extraordinario”, ésta se transformó en un “misterio ordinario”. Lo mismo me parece del asunto de la representación inconsciente en Freud : un misterio ordinario en que ciertas representaciones representarían algo para... nadie.
Si no se ve el problema en ese punto y si se queda a pensar y a practicar el psicoanálisis siguiendo el orden clásico del signo, el peligro es que la idea del “alguien” siempre se impone silenciosamente en lugar de ese “nadie”, tan imposible en ese orden como el vacío en la física aristotélica. En tal caso, si se mantiene un tal “alguien” para quien las representaciones inconscientes representan algo, el psicoanálisis toma tranquilamente el camino de un funcionamiento paranoico en el cual el paciente es considerado como responsable — indirectamente, ¡ por cierto ! — pero responsable de estas representaciones inconscientes. Y haciéndose eco de eso, el paciente se pone a creer que tiene un inconsciente suyo. “Mi inconsciente...” Este posesivo, tan común hoy, es para mí como la marca de que un tipo de psicoanálisis no ha cumplido su movimiento, y se queda enganchado en este orden clásico en el cual nació, pero en el cual no puede desarollarse mucho más sin perder su propio hilo.
Esa conservación secreta del “alguien” atras del imposible “nadie” se presenta como un reflejo lejano de lo que se llamaba, en la psiquiatría francesa en el medio del siglo pasado : el tratamiento moral, de François Leuret. En este tratamiento, el enfermo era considerado como plenamente responsable de sus trastornos ; en él, el sujeto era concebido como en relación directa con su fuerza moral, y por eso mismo, capaz de renunciar a algo de sus ideas más o menos delirantes. A despecho de todas las diferencias visibles, hoy es casi lo mismo con la idea que siempre habría una parte sana en el “yo”. La traducción oficial de la famosa frase de Freud : “Wo es war, soll Ich werden” aparece como una prueba de que el “alguien” para quien los signos representan algo es siempre concebido como un interlocutor valedero y valido.
De vez en cuando, especialmente frente a la inhibición de los fóbicos, se puede recurrir a algo de esta fuerza moral, o se puede también apresurar al paciente a arrostrar su angustia, a falta de lo cual la cura se reduciría a una contemplación común de una impotencia compartida. Pero en esto, no hay necesariamente confusión entre el “yo” y el “alguien”, como es el caso en el tratamiento moral ; al contrario, eso puede conducirnos a lo mejor, quiero decir esta especie de encuentro fallido entre el “yo” y la verdadera naturaleza del “alguien”, la cual no se descubre en ninguna parte como así también, para el agorafóbico por ejemplo, en frente a la plaza desierta. De la misma manera, cuando yo trabajaba en un hospital psiquiátrico, al principio de las reuniones que congregaban enfermos, enfermeros y médicos, había un viejito esquizofrénico que, al entrar en la sala donde se encontraban veinte o treinta personas, siempre preguntaba : “¿ Hay alguien ?” No se equivocaba entre estos “yo” y la pura posibilidad del “alguien”. Al contrario de su caso, en la discreción de un consultorio, es muy fácil resbalarse en la confusión entre aquel que dice “yo” y el “alguien” del signo clásico. A pesar de sus calidades — especial¬mente en referencia a la problemática de la represión — el “yo” freudiano es una mezcla del sujeto clásico — es decir, una vez más, el alguien para quien los signos representan algo — y de la primera persona gramatical en donde se cruzan los hilos de la subjetividad.
Todo esto nos indica muy bien como Freud tuvo que trabajar en un orden de saber en que su descubrimiento no se podía exponer sin encontrar serias contradicciones. Si tuviéramos más tiempo, sería interesante estudiar detalladamente la problemática del fetiche, y mostrar hasta que punto la exposición de Freud es dividida entre una intuición clínica notable, y muchas dificultades que se producen macizamente en razón de la problemática del signo clásico. En su texto «El Fetichismo» de 1927, Freud intenta articular un puro juego de palabras — el famoso «glance on the nose» — y lo que no se puede representar, algo más difícil de concebir que el vacío en la física de Descartes — este puro «nada» que se llama después de Freud : el falo maternal.
Aquí, el “algo” del signo clásico encuentra un tropiezo fatal, especialmente cuando se forja la idea según la cual este falo maternal, este «nada» es una pieza esencial en la fabricación de la subjetividad. Con el fetichismo, Freud pudo abordar el punto más contradictorio del orden clásico, este punto a partir del cual se puede adivinar que en cada signo hay un momento de su funcionamiento en que este signo representa «nada» para «nadie». En tal momento crucial, se revela como en niguna otra parte este lazo secreto que suelda el orden simbólico del signo, y el orden de la sexualidad humana. Y eso se revela perfectamente a través de la emoción ligada al fetiche, que está tan cerca de la emoción estética. Creo perso¬nalmente que el ejemplo de Freud dice todo lo importante sobre este asunto : el «Glanz» — que significa en alemán “un brillo” y en inglés “una mirada” — presenta muy bien este desmayo del “alguien” y del “algo”, desmayo a partir del cual surge, de una manera muy fugaz, esta independencia de los aparatos simbólicos de la que yo hablaba en mi introducción.
Del lado del sujeto como del lado del objeto, el descubrimiento de Freud debía de encontrar los puntos más catastróficos del orden clásico porque ese descubrimiento se encabalgaba sobre la idea de un funcionamiento del lenguaje diferente de el de un lazo entre el mundo y la persona.
Hoy mucha gente sigue creyendo que Freud descubrió un nuevo mundo, como Colon, y que este mundo no sería nada más que una extensión del primer mundo, del mundo clásico que siempre se presentó como el propio mundo, sin ninguna historicidad. Este mundo freudiano sería el del inconsciente, — lleno de pulsiones horribles y de otros deseos de asesinato — pero debemos reconocer inmediatamente que un tal mundo, un tal infierno, ya era muy bien conocido antes de Freud. Al contrario, lo que Freud descubrió realmente fue, para un ser humano, el goce ligado al funcionamiento de sus aparatos simbólicos, estableciendo una atadura entre la sexualidad y la práctica de cualquier aparato simbólico.
Para concluir sobre Freud, quiero hacer hincapié principalmente en el hecho que su obra se ubica en las marcas del imperio clásico. En las marcas, se expresa a veces algo nuevo, pero generalmente en la lengua de la capital. Esta brecha en el funcionamiento del signo clásico en que Freud se encajó y que desarolló a su manera se expresó en su obra en los términos del orden clásico.
Es una de las razones por las cuales la obra de Freud aparece relativamente fácil de leer ; este mundo — newtoniano y kantiano por lo esencial — es ésto mismo que aprendimos en la secundaria. Pero es también una de las razones por las cuales algunos de sus mejores continuadores no pudieron agarrarse al hilo de su descubrimiento porque, sin preocuparse mucho de la naturaleza del signo, fueron más y más terapeutas. El caso de Melanie Klein es muy ejemplar. Por lo tanto, después de un siglo de psicoanálisis, hay como una regla que podría decirse así : cuando el psicoanálisis se reduce a una terapéutica va a debilitarse por demás dentro de dos o tres generaciones de psicoanalistas, y por una razón muy simple : la terapéutica es a veces un efecto, un resultado de la práctica analítica, pero de ningun modo el nervio de su guerra. Si su guerra consiste en ofrecer una escena — la de la transferencia — al despliege de las diversas figuras del nudo entre la sexualidad y el simbólico, no se puede cumplir sin un cambio en el imaginario sobre la naturaleza del signo. La cuestión del fin del análisis no queda la misma en el orden clásico — donde no hay ningún término propio al análisis — que en este orden en el cual el signo revela otro aspecto de su funcionamiento.
Tal vez en ninguna otra parte que en la concepción del fantasma se vea tan bien el precio que pagó Freud al orden clásico. Que sea con Leonardo de Vinci, o que sea en su texto :«Pegan a un niño», Freud está conducido a imaginar que, además de los fragmentos de recuerdos presentes en la fabricación del fantasma como en la del sueño, ha de intervenir lo que llama «eine geheim Motiv», un motivo secreto. El trabajo de este motivo es rápidamente claro : hacer la unidad, hacer una bolita con las migajas de ciertas huellas de recuerdos. Pero : ¿ de donde viene este motivo ? ¡ Chitón ! ¡ Es un secreto ! Ni Freud podrá decírnoslo.
No podrá porque en ese punto — como en el punto del ombligo de los sueños, o el de la represión primera, o el del primer Moisés, y tantos otros — Freud es obligado a ofrecer un sacrificio al misterio del origen. Como intenté mostrarlo en un articulo de la revista L’Unebévue intitulado «Símbolo, símbolo y símbolo», su teoria del símbolo — tal como Ernst Jones la presen¬taba y la justificaba en su escrito «The Theory of Symbolism» — implica un planteamiento de un origen, siempre y siempre, aunque no sea todas la veces evidente.
En la ortodoxia freudiana, la cuestión de la realidad de la escena del fantasma es clasicamente una ocasión para un debate interminable entre los que defienden la idea de la realidad traumática y los que defienden la idea de la pura realidad psíquica. El último asunto de este tipo fue alrededor de Jeffrey Masson. Pero los partidarios de las dos facciones siempre están secretamente de acuerdo sobre lo esencial, a saber que el fantasma representa algo, y que entonces se queda el hecho del «alguien». El sujeto clásico, totalmente impermeable al inconsciente freudiano, continua su vida en tal debate, virulento porque vacío.
He empezado a describir la fractura del orden clásico a partir de la matemática o de la lógica para indicar claramente que Freud perteneció a un movimiento del cual no se dió cuenta, porque ese movimiento al interior de la problemática del signo era — y es aún — muy lento, como el de la deriva de los continentes. Uno de los terremotos que surgieron de este lento deslizamiento de terrenos epistemológicos fue, sin duda, el primer teorema de incompletud de Gödel en 1931. Pero en esta época, nadie hizo el menor acercamiento entre esta incompletud y cualquiera otra cosa del lado del psicoanálisis. Y con toda razón, porque no había — y todavía no hay — ninguna relación directa entre el psicoanálisis de Freud y la incompletud de la lógica del segundo grado. Esta relación se lee únicamente a partir de la operación conducida por Lacan, que se esforzó en plantear el descubrimiento freudiano fuera del orden clásico, lo que no se podía hacer sin este cambio del imaginario del cual voy a hablar en seguida.


III. Un sujeto para el tercer milenio

Acabamos de ver que, en la obra de Freud, el «alguien» y el «algo» en nuestra definición del signo se transforman — a veces, especialmente alrededor del signo fálico — en un «nadie» y un «nada». Una manera muy simple para caracterizar el desplazamiento efectuado por Lacan es concebir que ese funcionamiento excepcional y casi anómalo descrito por Freud fue pensado como un funcionamiento regular por Lacan. Pudo permitirse eso gracias al acento puesto sobre un significante más o menos saussuriano, que se presentaba como un componente del signo y de su significación, y, así, pues, no se confundía con ella.
Pero en Saussure, el significante no tiene una existencia que se pueda sostener mucho tiempo afuera de su significado. Con sólo Saussure para ayudarle, Lacan no podía aislar el simbólico como lo hizo. Él lo pudo hacer sin embargo mediante ese vasto y lento movimiento por el cual progresivamente la independencia de los aparatos simbólicos se abrió paso, como lo indiqué anteriormente.
A fines de 1961, al inicio de su seminario sobre La identificación, al establecer su más famosa fórmula : el significante representa el sujeto para otro significante, Lacan ya no estaba en el terreno saussuriano, si alguna vez estuvo allá. Se podría decir muchas cosas sobre ese asunto de los vínculos entre Lacan y la linguística, su «linguistería» como él la llamaba. Pero prefiero dejar todo eso de lado para insistir sobre una otra fórmula suya, que se encuentra en el alargamiento de la anterior, a saber la fórmula según la cual el sujeto que está en juego en cada cura nunca es otra cosa sino el sujeto de la ciencia.
¡ Valiente afirmación ! Por un lado, es una perogrullada decir que la ciencia, la verdadera ciencia, prescinde muy bien de cualquier sujeto, y que lo proprio de la ciencia es de ser un discurso sin ningun sujeto. Primera dificultad. Por otro lado, ¿ cómo se puede imaginar por un instante que, si hay un sujeto ligado al sufrimiento, a la queja, éste sea concebido como aquel sujeto raro, referido de una manera obscura, a la ciencia ? (Y ¡ cómo si, además, hubiera hoy una unidad cualquiera de las ciencias !). Segunda dificultad, aún más sesgada.
Si Lacan emplea la expresión «sujeto de la ciencia» es cierto que, en esta denominación aparentemente simple, se encuentra un concepto suyo menos simple. Es una característica de su estilo encerrar pensamientos muy sofisticados en expresiones comunes y sibilinas. Este es el caso. Este sujeto no se las ha de haber con ningún «ser humano», como está erróneamente escrito en el argumento del coloquio de esta jornada. Un ser humano (eso existe) puede volverse un sujeto (en el sentido lacaniano del término de esta palabra), pero por lo tanto no significa que un tal sujeto es un ser humano. En términos lógicos, hay aquí una implicación, no una equivalencia.
«Sujeto» y «ser humano» son precisamente dos cosas muy diferentes, y lo difícil en este asunto empieza aquí : en no confundir la maquinaria de un sujeto ligado al significante, y el ser humano que experimenta muchas otras obligaciones como las del simbólico. Ese sujeto es como una propiedad de los aparatos simbólicos, la cual se queda oculta hoy precisamente por el antiguo sujeto, el sujeto gramatical de la primera persona con, en su corazón, en su pecho, otra propiedad casi divina : una presencia inmediata para sí mismo.
Lo que se debe entender aquí es la operación conducida por Lacan sobre el ego del cogito, la cual es más difícil de descifrar a través de la masa de los seminarios. Es importante notar aquí que su operación produjó al mismo tiempo dos sujetos conjuntos : el sujeto representado por un significante para otro, y el famoso sujeto-supuesto-saber. Ambos surgieron de una separación que Lacan efectuó por la mitad de las Meditaciones cartesianas — exactamente : al final de la Meditación dos — y a partir de la cual obtuvo :
— de un lado, el primero sujeto, separado de cualquier representación, y ligado a los significantes ;
— del otro lado, este sujeto-supuesto-saber, que se debía volver a confudirse más tarde para Lacan con el dios que Descartes había planteado en sus cartas a Mersenne cerca de 1630 : el creador de las verdades eternas.
Los lectores del seminario La identificación saben que este sujeto-supuesto-saber fue tirado, en primer lugar, como una mondadura de naranja que hubiera ya dado todo su jugo : el sujeto tal como le interesaba a Lacan y que había exprimido gracias a su concepción del significante. Pero dos años después, en su seminario Los fundamentos del psicoanálisis, Lacan dió un nuevo valor a ese sujeto-supuesto-saber : sería él el eje de la transferencia, o sea el eje de esta resistencia al análisis que hace posible el proprio análisis.
No es siempre fácil leer esta fractura en Descartes, porque Lacan afirmó muchas veces que «su» sujeto era exactamente el sujeto de Descartes. Según una figura de estilo muy frecuente en Lacan, pretendió que su sujeto no era una invención suya, solamente un descubrimiento de una antigua verdad, que se había quedado oculta hasta él (Freud hacía lo mismo cuando le encantaba ser como Schliemann, el hombre que descubrió la ciudad de Troya). Pero de facto, el acto de Lacan debe ser interpretado, en mi opinion por lo menos, como una fractura hecha en algo considerado antes de él como el átomo irreducible de la subjectividad : el ego del cogito. Según la fuerte palabra del Présidente Mao Tze Toung, «Uno se divide en dos», y aquí el irrompible sujeto clásico — que sea el ego o el alguien — se ha roto con Lacan para dejar aparecer sus dos componentes : el sujeto representado por un significante para otro, y el sujeto-supuesto-saber.
Esta fractura lacaniana en el sujeto clásico transportó en el terreno del sujeto, la fractura que Freud había planteado a su modo en el terreno de le consciencia (Consciente/Inconsciente). El sujeto lacaniano toma entonces la aparencia de un electrón, esta partícula que sirve para atar los átomos, pero que no puede existir sin atarse a un núcleo cualquiera. En el caso del sujeto lacaniano, este núcleo no es otra cosa sino el sujeto-supuesto-saber que siempre vuelve a nacer de sus cenizas cuando le ocurre quemarse sus alas, como el ave Fénix (quiero sólo decir ahorita que la caída de este sujeto-supuesto-saber no es lo que se cree).
Esa fractura en el sujeto clásico produjó, pués, dos sujetos opuestos, que la operación de la transferencia en la cura permite separar, más o menos según los casos. De ese punto de vista, el consultorio del psicoanalista — nuestros pequeños consultorios — parecen un poco como los modernos aceleradores de partículas de la física atómica : un lugar donde se puede observar fenómenos casi invisibles en el mundo de la representación en que vivimos diariamente.

Conclusión
Así es como, para terminar, vuelvo a mi título un poco humorístico, pero sólo un poco. Si la fractura efectuada por Lacan es válida, si su sujeto es realmente una pieza del funcionamiento de los aparatos simbólicos, luego su obra apertenece, no sólo al movimiento psicoanálitico, sino también a este movimiento mucho más largo, por donde se expresa cada día más la naturaleza de estos aparatos simbólicos. En ese movimiento, lo que está en juego es la omni¬potencia del modelo de la individuación dado a través de la escena de la representación. Hay actualmente un conflicto tanto más grave como difícil de percibir, entre las fuerzas que trabajan en la deconstrucción del modelo de la individuación — es decir, principalmente, alrededor de algunas ciencias y del arte moderno — y las fuerzas que trabajan en construir y mantener la escena de la individuación, a saber en primer lugar las fuerzas políticas encerradas en la realidad de nuestros estados modernos. Para estos estados, lo que no es uno es nada, y la representación política es más que nunca una cosa en que el representante representa algunos para alguien. A este Alguien mayúsculo, tan terrible hoy como dios ayer — y que se llama a veces en inglés Big Brother —, no le encanta mucho considerar una realidad cualquiera que no caería sobre la unidad, una unitad a partir de la que el estado pueda clasificar, y reconocer pues tantos individuos como cuantos habrán sobre la escena de la representación política. Para entrar en esta escena es suficiente mostrar un billete garantizando la unidad de su portador, pero este billete no es vendido sino por el estado en sus diferentes oficinas.
Eso es exactamente lo que no puede hacer el psicoanálista. Nada en su funcionamiento le garantiza una tal calidad, y luego es verdad que no puede transmitirla. Si, en calidad de cuidadano, o de padre de familia, tiene una unidad imaginaria de la misma madera que la de su alma, en calidad de psicoanalista, en su funcionamiento simbólico que se puede aprehender en la transferencia, ya no tiene nada de eso. El «alguien» que habrá sostenido a través de la transferencia podrá encontrar al fin su estatuto de no-persona, de artefacto (un artefacto más o menos explosivo, según los casos).
Si los psicoanalistas siguen ocupándose seriamente, en cada transferencia, de esta especifidad simbólica ligada a la naturaleza de la tercera persona, ligada a este «poco de ser» del «alguien» — y eso se podrá sólo en los márgenes de cualquiera unidad — entonces, bueno, tal vez el psicoanálisis será una cosa divertida, y su nuevo sujeto seguirá corriendo tanto los campos epistemológicos como los de la clínica durante, por lo menos, el inicio del tercero milenio. Si no, ese milenio se acordará del psicoanálisis como de una psicología entre otras, un poquito pesada — ¿ verdad ? — por el hecho de que era demasiado aficionada a hablar del sexo indefinidamente.

19 de octubre 1994