martes, 11 de diciembre de 2012

Perla Sneh. "Palabras para decirlo". Lenguaje y exterminio (Paradiso, 2012)




Reseña de Guillermo Saccomano, para Radar/Libros, Página 12

“Corre un rumor: el horror nos tiene hartos”, escribe Perla Sneh en “Preludio crítico”, la introducción a su ensayo Palabras para decirlo. Lenguaje y exterminio. En efecto, otra vez la historia que se niega a terminar. “Auschwitz no tiene fin”, sostuvo Gunter Grass agradeciendo a Paul Celan la lección del sobreviviente, escribir desde los escombros, adoptar un lenguaje dañado, porque el lenguaje, después de la experiencia concentracionaria, ha sido herido de modo irreparable y ya no volverá a disponer de la serena elegancia de Thomas Mann y Franz Werfel.

“Tomar partido quiere decir no renunciar al ejercicio de la crítica”, escribe Sneh. En este sentido, su ensayo cuenta con un antecedente ineludible: LTI, Lingua Tertii Imperii, la lengua del Tercer Reich, el diario que el filólogo Victor Klemperer (judío casado con una aria) llevó a escondidas durante el período que va desde la inminencia del nazismo hasta su ascenso y caída. “El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente.”

Precisamente porque el rumor dice “el horror nos tiene hartos” se vuelve imperativo regresar a la cuestión del lenguaje, la relación entre las palabras y la realidad, escarbar y ver qué decimos cuando discutimos cómo nombrar el daño: ¿Shoá, Holocausto o Genocidio? Sneh estudia sus diferentes usos y significados –políticos, obviamente– y, dentro del contexto del nazismo, en qué medida el idish (el idioma coloquial, íntimo, el del secreto familiar, las sentencias y las maldiciones) se constituyó en resistencia dentro de los “lager”. La memoria de los campos se encuentra en restos de mensajes, crónicas, materiales remanentes que fueron escritos en papeles de cigarrillos, cajitas de fósforos, vales, recortes, y en su fragmentación, la summa se convierte en testimonio y en historia, narrando aquello que a algunos “tiene hartos”. Sneh no se conforma con el tono de corte académico, el pasaje que apunta a robustecer tal o cual hipótesis. También apela a anécdotas que datan el espanto, las que contribuyen a afirmar que no son sólo las palabras sino los hechos lo que le confiere a su investigación un tinte de indiscutible autenticidad. Sneh ejemplifica el horror con diarios personales de la época, testimonios inapelables que hielan al lector. Un ejemplo, uno solo, una entrada de junio de 1942 en el diario que llevó en el ghetto de Varsovia Janusz Korczak, seudónimo del educador y pedagogo Henryk Goldzmidt: “El cadáver de un niño yace en la calle. Cerca, juegan tres chicos. En determinado momento perciben el cadáver. Se corren más allá y siguen jugando”.

Psicoanalista, poeta, investigadora, Sneh (1952) no cesa de interrogar el lenguaje parada en una bibliografía numerosa, que refiere la voluntad de comprender. Si el análisis del lenguaje marcado por la última dictadura fija un sentido, es porque Sneh evita sionizar el exterminio. Considerando las diferencias, el estudio de los efectos del nazismo en el alemán, al enfocar Argentina, Sneh pregunta: “¿Por qué sinuosos caminos llegó Himmelstrasse, la “Avenida del cielo” de Treblinka, convertida en la “Avenida de la felicidad”, a nombrar el acceso a las salas de tortura argentinas?”. Los “sinuosos caminos” no son casuales: tensando el rizoma pueden leerse en un mismo sincro Celan refiriendo el tango en Auschwitz, Eichmann y Priebke residentes argentinos, y más acá todavía, los torturadores nacionales, herederos del catolicismo acérrimo y el antisemitismo de Tacuara, pasando grabaciones de Hitler a sus víctimas. Ya en el prólogo del ensayo, Horacio González advierte: “En este ensayo que así se interroga, inusualmente, a la lengua argentina, podemos ver también una historia cultural contemporánea de este país, obteniendo poderosos vestigios para encontrarnos con el rostro de la industria cultural, el estilo de la corrección política o de la candorosa evocación de cualquier fasto nacional”. La parte que Sneh dedica a los comportamientos del lenguaje y la lengua en nuestro país la titula con incisión: “No tengo historia-La lengua agusanada”. A diferencia del nazismo, donde se enfrentaban dos mundos lingüísticos, el alemán y el idish, en Argentina, perpetradores y víctimas pertenecen a un “mismo” mundo lingüístico. “Unos y otros crecieron en un clima de palabras donde ‘tarea’ era un deber escolar y ‘perejil’, un condimento barato. Es en esta lengua donde se acuñó la palabra ‘desaparecidos’. También es en esta lengua que la negación de la existencia del otro (el “no existís”), sigue siendo un modo privilegiado de la injuria y la alabanza. Y es en esta lengua en la que habremos de pesquisar las marcas –más o menos repudiadas, más o menos espectrales– que la aniquilación ha dejado en nuestra vida cotidiana.” Aunque con formas, matices y articulaciones históricas distintos de los del nazismo, la dictadura tampoco fue ingenua en su modo de exterminar.

“La agónica tarea de quemar los propios libros fue resultado de la violencia impuesta por un lenguaje que quiere obligar al lector a renunciar a su posición de tal; la violencia de una selección imposible. Si es difícil quemar libros –en tres ambientes o al aire libre– es porque el lector, en tanto tal, no puede hacerlo salvo si es sometido a grave violencia. ¿De qué orden es ese fuego?” Lo que va desde Echeverría a la confesión de Scilingo captada por Horacio Verbitsky desemboca en un post-facio, “Cicatrices en la lengua”, donde Sneh despliega un diccionario de palabras que operan como significantes dañados. “Asado”, “parrilla”, “boleta”, “cantar”, “chupar”, “pecera”, “quirófano”, son apenas algunos eufemismos de resonancia macabra. Cabe entonces preguntarse con Sneh acerca del cotidiano decir “no tengo historia”, y la respuesta sería una procedencia inequívoca, el borramiento.

La bibliografía de Sneh, vuelvo a subrayarlo, es profusa. Deliberadamente profusa: las citas interrumpen la fluidez de un tono que, superando la jerga academicista, goza a menudo de una soltura narrativa. Es que las citas tienen un objetivo: obligan a detenerse y meditar en su sentido, inducen a que uno revise su biblioteca y la memoria de la misma, que repase lo que alguna vez ya leyó y, entonces, en esta vuelta, se resignifique una búsqueda sin fin, porque Auschwitz, como piensa Grass, no lo tiene.

Tiene razón González al señalar que el ensayo se ubica entre el libro de historia y el estudio filológico. Lo que justifica las citas. Que cumplen también una función inquietante: “procurarnos algún nuevo decir”, según Sneh. En uno de sus ensayos dantescos, Borges –también autor de “Deustches Requiem”, citado por Sneh– recomienda al lector de La Divina Comedia leerla en italiano y en voz alta en la compañía de un diccionario. Hay que animarse a leer el Inferno en voz alta. A modo de ejercicio crítico, como una sutileza borgeana, Sneh invita al lector a leer las citas del infierno en voz alta: “Puede que le haga bien pronunciarlas”, dice.