miércoles, 11 de abril de 2012

Jacques Lacan. "Maurice Merleau-Ponty" (1961). Versión española de Carlos Faig





    1.  Puede exhalarse el grito que niega que la amistad pueda cesar de vivir.1  No   puede  decirse la muerte advenida sin lastimar otra vez. Tras haberlo intentado renuncio a ello, para llevar más allá mi homenaje, a pesar de mí.
   Recogiéndome sin embargo en el recuerdo de lo que experimenté del hombre en un momento para él de paciencia amarga.
   2. ¿Qué otra cosa hacer que interrogar el punto que la hora repentina da a un discurso en el que todos hemos entrado? Y su último artículo que se reproduce aquí, título: el Ojo y el Espíritu2 –hablar de él desde donde se produjo, si creo el signo de una cima propicia para que yo lo entienda: desde mi lugar.
   3. Son la dominante y la sensible de la obra entera las que dan aquí su nota. Si se la toma por lo que es: obra de un filósofo, en el sentido de que una elección que a los dieciséis años advierte en ella su porvenir (él lo atestiguó) tiene necesidad de un profesional. Es decir que el lazo propiamente universitario cubre y retiene su intención, ya sea experimentando impacientemente, ya sea extendido hasta la lucha pública.
   4. No se encuentra aquí, no obstante, lo que inserta a este artículo en el sentimiento, puntualizado dos veces en su exordio y en su caída, por un cambio muy actual por volverse patente en la ciencia. Lo que evoca como tendencia de moda para los registros de la comunicación, complacencia para las versatilidades operacionales3, no se lo señala más que como apariencia que debe conducir a su razón.
   Es la misma a la cual intentamos contribuir desde el campo privilegiado para revelarla que es el nuestro (el psicoanálisis freudiano): la razón por la cual el significante se muestra primero en toda constitución del sujeto.
   5. El ojo tomado aquí por centro de una revisión del estatuto de la mente contiene en sí, sin embargo, todas las resonancias de la tradición donde el pensamiento sigue comprometido.
   Es así como Maurice Merleau-Ponty, como cualquiera en esta vía, no puede hacer más que referirse una vez más al ojo abstracto que supone el concepto cartesiano de su extensión, con su correlativo de un sujeto, módulo divino de una percepción universal.
   Hacer la crítica propiamente fenomenológica de la estética que resulta de esta rarefacción de la fe hecha al ojo no es para nosotros reducirnos a las virtudes del conocimiento de la contemplación propuesta a la ascesis del nous por la teoría antigua.
   No es tampoco para distraernos en el problema de las ilusiones ópticas y saber si el bastón quebrado por la superficie del agua en el estanque, la luna agrandada al llegar al horizonte, nos muestran o no la realidad: Alain en su nube de tiza basta para ello.
   Digámoslo, porque ni siquiera Merleau-Ponty parece dar ese paso: por qué no ratificar el hecho de que la teoría de la percepción no interesa ya a la estructura de la realidad a la que la ciencia nos ha hecho acceder en física. Nada más refutable, tanto en la historia de la ciencia como en su producto terminado, que ese motivo del que se aferra para autorizar su investigación que resulta de la percepción, la construcción científica debería volver allí siempre. Antes bien todo nos mostraría que es rehusando las intuiciones percibidas del ponderal y del impetus como la dinámica galileana anexó los cielos a la tierra, pero al precio de introducir en ello lo que nos es sensible hoy en la experiencia del cosmonauta: un cuerpo que puede abrirse y cerrarse sin pesar en nada ni sobre nada.
   6. La fenomenología de la percepción es pues una cosa distinta a un codicilo, a una teoría del conocimiento cuyos restos forman los arreos de una psicología precaria.
   Tampoco puede situarse en la línea de mira, que ya no habita más que el logicismo, de un saber absoluto.
   Es lo que es: a saber una colación de experiencias de las que es menester leer la obra inaugural de Maurice Merleau-Ponty4 para medir las investigaciones positivas que allí están acumuladas, y su estímulo para el pensamiento, si no la irrisión donde hacen aparecer las beatificaciones seculares sobre la ilusión de Aristóteles, incluso el examen clínico medio del oftalmólogo.
   Para hacer que se capte el interés elijamos un pequeño hecho en la inmensa trama de covariancias del mismo estilo que son comentadas en esta obra, aquel por ejemplo de la página 360 de la iluminación violenta que aparece a manera de cono blancuzco en razón de que lo soporta un disco, apenas visible al ser negro y sobre todo al ser el único objeto que lo detiene. Basta interponer un pequeño cuadrado de papel blanco para que inmediatamente el aspecto lechoso se disipe y se destaque como diferente al ser iluminado en su contraste el disco negro.
   Otros mil hechos son apropiados para imponernos la cuestión de lo que regula las mutaciones a menudo sorprendentes que observamos por la adición de un elemento nuevo en el equilibrio de estos factores experimentalmente diferenciados como la iluminación, las condiciones fondo-forma del objeto, nuestro conocimiento al respecto, y tercer elemento, lo esencial aquí, una pluralidad de gradaciones que el término color designa insuficientemente, ya que más allá de la constancia que tiende a restablecer en ciertas condiciones una identidad percibida como la gama denominable bajo longitudes de onda diferentes, se encuentran los efectos conjugados de reflejo, irradiación, transparencia, cuya correlación no es ni siquiera enteramente reductible del hallazgo de arte en la experiencia de laboratorio. Como lo comprueba que el fenómeno visual del color local de un objeto no tenga nada que ver con el de una banda coloreada del espectro.
   Bástenos indicar en que dirección el filósofo intenta articular esos hechos, en tanto tiene que darles asilo, sea en que por lo menos todo un arte de creación humana se  relaciona con ellos, que la realidad física refuta tanto menos cuanto que ella se aleja siempre más, pero que no por ello está dicho que este arte no tiene valor más que de agradable y que no oculta algún otro acceso a un ser, como consecuencia, quizá más esencial.
   7. Esta dirección exigida hacia lo que ordena las covariancias fenoménicamente definidas de la percepción, el filósofo de nuestro tiempo la buscará, como se sabe, en la noción de presencia, o para mejor traducir literalmente el término del alemán, el Ser-ahí, al cuál es necesario añadir presencia (o Ser-ahí)-en-por-y a través de-un-cuerpo. Posición llamada de la existencia, en tanto trata de aprehenderse en el momento anterior a la reflexión que en su experiencia introduce su distinción decisiva del mundo despertándolo a la conciencia-de-sí.
   Aun restituida muy evidentemente a partir de la reflexión redoblada que constituye la investigación fenomenológica, esta posición se jactara de restaurar la pureza de esta presencia en la raíz del fenómeno, en lo que ella puede anticipar globalmente de su movimiento en el mundo. Pues, desde luego, complejidades homólogas se añaden a partir del movimiento, del tacto, incluso de la audición, como omitir del vértigo, que no se juxtaponen sino que se avienen con los fenómenos de la visión.
   Es esta presuposición de que exista en alguna parte un lugar de la unidad, la que está bien constituida para suspender nuestro asentimiento. No porque no se haya enunciado que ese lugar se haya separado de toda asignación fisiológica, y que no estemos satisfechos de seguir en su detalle una subjetividad constituyente allí donde se teje hilo a hilo, aunque no reducida a ser su revés, con lo que se llama la objetividad total.
   Lo que nos sorprende es que no se aproveche rápidamente la estructura tan manifiesta en el fenómeno –y de la cual hay que hacer justicia a Maurice Merleau-Ponty por no hacer ya, en última instancia, referencia a ninguna Gestalt  naturalista–, no para oponer sino para acordar allí al sujeto mismo.
   Qué se puede objetar si se dice del ejemplo citado más arriba –donde la iluminación es manifiestamente homóloga del tono muscular en las experiencias sobre la constancia de la percepción del peso, pero que no podría disimular su localidad de Otro–, que el sujeto en tanto que en el primer tiempo lo cubre con su consistencia lechosa, en el segundo tiempo no está allí más que reprimido. Y eso por el hecho del contraste objetivante del disco negro con el cuadrado blanco que se opera por la entrada del significativa de la figura de este último sobre el fondo del otro. Pero el sujeto que allí se afirma en forma iluminadas es el rechazo del Otro que se encarnaba en una opacidad de la luz.
   Pero dónde está el primun, y por qué prejuzgar  que se trate únicamente de un percipiens, cuando aquí se dibuja que es su elisión la que devuelve al perceptum de la luz misma su transparencia.
   En una palabra, nos parece que el “yo pienso” al cual se pretende reducir la presencia no cesa de implicar, en cualquier indeterminación a que se lo obligue, todos los poderes de la reflexión por la cual se confunden sujeto y conciencia, o sea, concretamente, el espejismo que la experiencia psicoanalítica ubica en el principio del desconocimiento del sujeto y que nosotros mismos hemos intentado cernir en el estadio del espejo resumiéndolo allí.
   Sea como sea, hemos reivindicado en otra parte concretamente respecto del tema de la alucinación verbal5, el privilegio que vuelve al perceptum del significante en la conversión a operar de la relación del percipiens al sujeto.
   8. La fenomenología de la percepción al querer resolverse en la presencia-para-el-cuerpo, evita esta conversión, pero se condena a la vez a desbordar su campo y a volverse inaccesible una experiencia que le es extraña. Es lo que ilustran los dos capítulos de la obra de Maurice Merleau-Ponty sobre el cuerpo como ser sexuado6 y sobre el cuerpo como expresión en la palabra7.
   El primero no le va a la zaga en seducción a la seducción a la que se confiesa ayudarse8 con el análisis existencial, de una elegancia fabulosa, a la cual J.-P. Sartre se entrega a partir de la relación del deseo9. Del enviscamiento de la conciencia en la carne a la búsqueda en el otro de un sujeto imposible de aprehender porque asirlo en su libertad es extinguirlo, de esta elevación patética de una presa que se disipa con el golpe, que ni siquiera la atraviesa, del placer, no es sólo el accidente sino la salida que impone su autor al viraje, en su redoblamiento de callejón sin salida en un sadismo que no tiene ya otra escapatoria que no sea masoquista.
   Maurice Merleau-Ponty, para invertir el movimiento, parece evitar su desviación fatal, describiendo el proceso de una revelación directa del cuerpo a cuerpo. No se debe, a decir verdad, más que a la evocación de una situación suplida en el tercero, que el análisis ha mostrado que es inherente en el inconsciente a la situación amorosa.
   Dijimos que no es para hacer más valida para un freudiano la reconstrucción de Sartre. Su crítica exigiría una precisión, aun no claramente reconocida en el psicoanálisis, de la función del fantasma. Ninguna restitución imaginaria de los efectos de la crueldad puede suplirla, y no es verdad que la vía hacia la satisfacción normal del deseo se encuentre partiendo del fracaso inherente a la preparación del suplicio10. Su descripción inadecuada del sadismo como estructura inconsciente, no lo es menos del mito sadiano. Pues su pasaje por la reducción del cuerpo del otro a lo obsceno se topa con la paradoja, enigmática de muy distinta forma al verla irradiar en Sade, y cuanto más sugestiva en el registro existencial, de la belleza como insensible al ultraje11.  El acceso erotológico podría ser pues aquí mejor, aun fuera de toda experiencia del inconsciente.
   Pero está claro que nada en la fenomenología de la extrapolación perceptiva, por lejos que se la articule en el impulso oscuro o lúcido del cuerpo, puede dar cuenta ni del privilegio del fetiche en una experiencia secular, ni del complejo de castración en el descubrimiento freudiano. Los dos se conjuran sin embargo para intimarnos a hacer frente a la función de significante del órgano siempre señalado como tal por su ocultación en el simulacro humano –y la incidencia que resulta del falo en esta función en el acceso al deseo tanto de la mujer como del hombre, por ser ahora vulgarizado, no puede ser descuidada como desviando lo que, en efecto, se puede llamar el ser sexuado del cuerpo–.
   9. Si el significante del ser sexuado puede ser así desconocido en el fenómeno es por su posición doblemente oculta en el fantasma, ya sea por no indicarse más que allí donde no actúa y por no actuar más que por su falta. Es aquí donde el psicoanálisis debe dar su prueba adelantándose en el acceso al significante, y del tal modo que pueda volver sobre su fenomenología misma.
   Se excusará mi audacia por el modo por el cual llamaré aquí a testimoniar al segundo artículo mencionado de Maurice Merleau-Ponty sobre el cuerpo como expresión en la palabra.
   Pues los que me siguen reconocerán, cuán mejor hilada, la misma temática de que les hablo sobre la primacía del significante en el efecto de significar. Y rememoro el apoyo que pude hallar en las primeras vacaciones después de la guerra, cuando maduraba mi turbación de tener que reanimar en un grupo aun esparcido una comunicación hasta entonces reducida al punto de ser casi analfabeta, freudianamente hablando, esto se entiende, que el pliegue conservara coartadas usadas para vestir una praxis sin certeza de sí.
   Pero los que  encuentran su comodidad en ese discurso sobre la palabra (y aunque fuese para reservar allí lo que reúne demasiado su discurso nuevo y palabra plena), no dejarán de saber que yo digo otra cosa, y particularmente:
–que no es el pensamiento, sino el sujeto, lo que subordino al significante,
–y que es el inconsciente del que demuestro el estatuto cuando me ocupo de que se conciba al sujeto en él como rechazado de la cadena significante, que por el mismo movimiento se constituye como reprimido primordial.
   En consecuencia no podrán consentir en la doble referencia a idealidades, incompatibles asimismo entre ellas, por lo que aquí la función del significante converge hacia la nominación, y su material hacia un gesto donde se especificaría una significación esencial.
Gesto inhallable, y del cual aquel que lleva aquí su palabra a la dignidad de paradigma en su discurso, habría sabido confesar que no ofrecía nada semejante a la percepción de su audiencia.
   ¿No sabía, por lo demás, que no hay más que un gesto, conocido desde San Agustín, que responde a la nominación: el del índice que muestra, pero por sí solo ese gesto no basta ni siquiera para designar lo que se nombra en el objeto indicado?
   Y si fuera la gesta lo que yo quisiera mimar, del rechazo (rejet) por ejemplo, para inaugurar allí el significante: tirar (jeter), ¿no implica ya la esencia verdadera del significante en la sintaxis que instaura en serie los objetos que se someten al juego de arrojar (jeu de jet)?
   Pues más allá de ese juego lo que articula, sí, únicamente allí mi gesto es el yo (je) evanescente del sujeto de la verdadera enunciación. En efecto, basta que el juego se reitere para constituir ese yo que, al repetirlo, dice ese yo que se hace allí. Pero ese yo no sabe que lo dice, en tanto está rechazado hacia atrás, por el gesto, en el ser que el lanzamiento sustituye al objeto que rechaza. Así yo que digo no puedo más que ser inconsciente de lo que hago, cuando no sé lo que digo al hacer.
   Pero si el significante es exigido como sintaxis  de antes que el sujeto, para el advenimiento de ese sujeto no solamente en tanto que habla sino en lo que dice, son posibles los efectos de metáfora y metonimia no sólo sin ese sujeto, sino que su presencia misma al constituirse allí por el significante más que por el cuerpo, como, después de todo, se podría decir que lo hace en el discurso Maurice Merleau-Ponty mismo, y literalmente.
   Tales efectos son, lo enseño, los efectos del inconsciente, al hallar allí a posteriori, por el rigor que vuelve sobre la estructura del lenguaje, confirmación de lo legítimo de haberlos deducido.
   10. Aquí mi homenaje encuentra el artículo sobre el Ojo y el espíritu que, al interrogar a la pintura, vuelve a traer la verdadera cuestión de la fenomenología, tácita más allá de los elementos que su experiencia articula.
   Pues el uso irreal de esos elementos en un arte tal (del cual, advirtámoslo al pasar, para la visión los ha discernido manifiestamente mejor que la ciencia) no excluye en absoluto su función de verdad, porque la realidad, la de las tablas de la ciencia, no tiene ya necesidad de asegurarse meteoros.
   Por eso la finalidad de ilusión que se propone la más artificiosa de las artes no deber ser repudiada, ni siquiera en sus obras llamadas abstractas, en nombre del malentendido de que la ética de la antigüedad alimentó bajo esta imputación, idealidad de la que partía en el problema de la ciencia.
   La ilusión toma su valor aquí del hecho de conjugarse a la función de significante que se descubre en el revés de su operación.
   Todas las dificultades que demuestra la crítica sobre el punto no solamente del cómo hace sino de qué hace la pintura, dejan entrever que la inconsciencia donde parece subsistir el pintor en su relación con el qué de su arte, sería útil referirlo como forma profesional en la estructura radical del inconsciente que hemos deducido de su común individuación.
   El filósofo que es Maurice Merleau-Ponty avergüenza en este punto a los psicoanalistas por haber descuidado lo que resulta esencial a condición de resolverlo mejor.
   Y allí aún por la naturaleza del significante –puesto que también es necesario dejar debidamente registrado que, si hay progreso en la investigación de Maurice Merleau-Ponty, la pintura interviene ya en la fenomenología de la percepción, entendamos en la obra, y justamente en ese capítulo del que hemos retomado la problemática de la función de la presencia en el lenguaje.
   11. Así somos invitados a interrogarnos sobre lo que corresponde al significante para articularse en la mancha, en esos “pequeños azules” y “pequeños marrones” con los que Maurice Merleau-Ponty se solaza bajo la pluma de Cézanne, encontrando allí lo que el pintor entendía que constituía su pintura hablante.
   Digamos, sin poder hacer cosa que prometernos comentarlo, que la vacilación marcada en todo ese texto del objeto al ser, el paso dado en la mira de lo invisible, muestran suficientemente que es un lugar distinto del campo de la percepción donde Maurice Merleau-Ponty se adelanta.
   12. No se puede desconocer que es por interesar al campo del deseo por lo que el terreno del arte toma aquí ese efecto. Salvo que no se entienda, como es el caso más ordinario en los psicoanalistas mismos, lo que Freud articula de la presencia mantenida del deseo en la sublimación.
   ¿Cómo igualarse al peso sutil que prosigue allí de un eros del ojo, de una corporalidad de la luz donde no se evoca más que nostálgicamente su teológica primacía?
   Para el órgano, por su deslizamiento casi imperceptible del sujeto hacia el objeto, ¿es necesario para dar cuenta de él armarse con la insolencia de una buena nueva que, por sus parábolas que declara haberlas forjado expresamente para que no sean entendidas, nos atraviesa con esta verdad que sin embargo hay que tomar al pie de la letra: el ojo está hecho para no ver en absoluto?
   Tenemos necesidad del robot acabado de la Eva futura para ver palidecer al deseo al verla, no porque sea ciega, como se cree, sino porque no puede no ver todo12?
   Inversamente el artista nos permite el acceso al lugar de lo que no podría verse: aun haría falta nombrarlo.
   En cuanto a la luz, acordándonos del rasgo delicado con el cual Maurice Merleau-Ponty modela el fenómeno diciéndonos que nos conduce hacia el objeto iluminado13, reconoceremos allí la materia epónima para tallar, con su creación, el monumento.
   Si me detengo en la ética implícita en esta creación, descuidando pues lo que la completa en una obra empezada, es para dar un sentido terminal a esta frase, la última que nos llego publicada, donde parece designarse a sí misma, a saber que “si las creaciones no son algo definitivo no es sólo porque pasen, como todas las cosas, es también porque tienen casi toda su vida por delante”.
   Ojalá mi duelo, por el velo tomado de la Piedad intolerable a quien el destino me obliga a dar la cariátide de un mortal, impidiendo mi propósito, se quebrante.

NOTAS
   1. Artículo publicado originalmente en Les Temps Modernes, n° 184/185, Gallimard, París, 1961, pp. 245-254. (T.)
   2. En Art de France, 1961, pp. 187-208. Reproducido aquí p. 193 (cf. Les Temps Modernes, n° 184/185, París, 1961 (T.)).
   3. Cf. aquí.
   4. Phénoménologie de la perception, en-8ª, 531 páginas. Gallimard, 1945.
   5. En La psychanalyse, Vol. 4, pp. 1-5 sq., P.U.F.
   6. Phénoménologie de la perception, Gallimard, 1945, pp. 180-202.
   7. Id., pp. 202-232.
   8. Juego de palabras entre s’aider (ayudarse) y céder (ceder) por homofonía. (T.)
   9.  En J.-P. Sartre, L’être et le néant, pp. 451-477.
   10. Cf. Libro citado, p. 475.
   11. Lugar analizado en mi seminario sobre La ética del psicoanálisis, 1959-1960.
    12. Lacan alude a la novela de Villiers de L’Isle-Adam, Eva futura. (T.)
   13. Cf. Phénoménologie de la perception, p. 357.