jueves, 3 de septiembre de 2009

BRUNO GOETZ. "Recuerdos sobre Sigmund Freud"



Cada vez que escucho hablar del seudo intelectualismo de Sigmund Freud, de sus métodos unilaterales y de su pensamiento reduccionista, me digo a mí mismo: “De todas maneras, Ustedes dicen esto pero no es exacto; o en todo caso es una verdad a medias, ya que no tienen en cuenta lo esencial –el hombre Freud, que he conocido, y con quien mantuve conversaciones en Viena, durante mis años de estudio, que tuvieron para mí una significación muy importante. Este hombre era más abarcativo, más rico y gracias a Dios más contradictorio en su fuero íntimo que sus doctrinas”.
Cuando hablé recientemente con algunos amigos a propósito de mi encuentro personal con Freud, me pidieron encarecidamente que escribiera los recuerdos que había guardado de él y me plantearon casi como una obligación el hecho de difundir, para círculos más amplios mis observaciones que, arrojando una luz poco habitual sobre esa personalidad genial y tan diversamente criticada, podían corregir una cantidad importante de opiniones equivocadas sobre la misma.
En primer lugar me invadió la duda. Efectivamente, habían transcurrido unos cincuenta años desde ese primer encuentro. Hasta donde llegaba mi memoria, no había tomado ninguna nota del mismo, y me preguntaba con cierta desconfianza si el tiempo no había cambiado algo que fuese decisivo con respecto a esta imagen conservada durante tantos años en mi mente, de tal modo que no correspondiera más a la realidad. Pero me percaté de todos modos que, aún así, esta imagen tenía algo para decir. Y cuando, poco tiempo después, recibí una invitación de un círculo de médicos para dar cuenta de mis encuentros con Freud, decidí aceptar la invitación, y brindar un testimonio sobre este hombre extraordinario, corriendo el riesgo de que muchas cosas se hubieran escapado de mi memoria, y que otras se presentaran hoy de un modo diferente, al que tenían en mis años de juventud.
Mientras me esforzaba para recordar los detalles de los encuentros de antaño, todo lo que acudía a mi memoria me aparecía extremadamente fragmentado. Pero el azar, o el que llamamos como tal, me favoreció como siempre en mi vida. Me había dedicado, por otros motivos, a hurgar en una caja llena de viejos papeles, cuando encontré un sobre semi roto, que decía: Extractos de mis cartas sobre Freud. Estas cartas, que había olvidado completamente, habían sido dirigidas inmediatamente después de estas conversaciones a un amigo de juventud, y, lo recordaba ahora, había conservado para mí los pasajes que se referían a Freud. Estas hojas de un papel amarillento de los años 1904-1905 contenían, de un modo fragmentario, las palabras que Freud había pronunciado textualmente. De modo que no era necesario confiar solamente en mis recuerdos de juventud empobrecidos por el transcurrir del tiempo que podría deformar los mismos, podía apoyarme sobre las palabras auténticas de Freud.
Quiero tratar de ser lo más preciso posible, de modo que me veo en la obligación de hablar también de mí, en la medida en que lo exige la comprensión del diálogo con Freud.
Aquello ocurría en los primeros semestres de la Universidad de Viena, en los tiempos en que escuchaba conferencias, algunas de las cuales trataban sobre la psicología y el hinduismo. En el seminario de psicología, establecí una relación más íntima con el profesor. En esa época, escribía además mis primeros poemas que tuvieron cierta importancia, a los cuales el profesor dedicaba un interés bondadoso. Además, desgraciadamente, padecía de vez en cuando de violentas neuralgias faciales, a las cuales los remedios habituales para los dolores de cabeza no brindaban ningún alivio, de tal manera que me tenía que encerrar, en algunas oportunidades, durante días y semanas en la habitación en medio de una oscuridad total, ya que el más mínimo rayo de luz me causaba dolores intolerables. El profesor, que advertía mis faltas frecuentes y mi mala cara, me preguntó sobre mi estado de salud, y me dijo, en ese momento en que ya ningún remedio me brindaba alivio, que él suponía que mis dolores no tenían al fin de cuentas otra causa que una causa psíquica; me aconsejaba, pues, consultar con Freud, y que él mismo le iba a anunciar mi visita.
Nunca había escuchado hablar de Freud; preguntando a algunos conocidos, me enteré que había escrito un libro notable sobre la interpretación de los sueños. Empujado por la curiosidad, conseguí esta obra en la biblioteca de la Universidad –y quedé al principio profundamente asustado–. Esta manera de interpretar los sueños me pareció impiadosa: destruía la imagen misma del sueño (lo que contradecía toda mi sensibilidad de artista, sobre todo cuando me presentaba este método aplicado a poemas) y propiciaba la emergencia, desde sus fragmentos esparcidos, de un nuevo conjunto de significaciones que me consternaban y me atraían secretamente. Estaba decidido de antemano a no someterme a tales procedimientos, ya que no me podía imaginar que iban a permitir la desaparición de mis neuralgias, cuando el profesor me informaba esa misma noche, durante el seminario, que había hablado de mí con Freud, quien me esperaba al día siguiente a la tarde. “No se asuste –me dijo el profesor sonriendo– no lo va a comer, lo quiere ayudar. Por otro lado, me permití entregarle, para que los lea, algunos de sus poemas”.
Al día siguiente, presa de confusos sentimientos, fui a encontrarme con Freud. Esa misma mañana me había atormentado un ataque violento de neuralgia. Tenía serias dudas con respecto al arte terapéutico de Freud. Sin embargo, los acontecimientos adquirieron un curso singular. En esta carta a mi amigo de juventud, describía el evento con estos términos:


(Para descargar el texto completo en formato *pdf. hacé click aquí)