miércoles, 30 de abril de 2008

Receso



Queridos amigos: el blog entra en receso puesto que debo "tomarme el buque" para ir a trabajar un poco al Uruguay. Nos reencontramos el lunes próximo. Saludos

PP

José Saramago. De cómo los personajes se convirtieron en maestros y el autor en su aprendiz" (1998)


Este texto es el discurso que José Saramago pronunció en la ocasión de recibir el premio Nobel de Literatura 1998. Si bien tiene ya diez años, sigue siendo hermosísimo. Y puesto que lo encontré de casualidad en la red pensé en compartirlo con todos ustedes.

En algún posteo anterior, ya confesé que Saramago es uno de los escritores que más impacto me produce y eso suma a la hora de decidir incluirlo en el blog.

Ojalá les guste.

PP


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De cómo los personajes se convirtieron en maestros

y el autor en su aprendiz


El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de nuestra aldea de Azinhaga, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a la cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el relato: "¿Y después?" Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza". Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver. Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día. Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de África, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?" Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser. Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía. De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia titulada "Manual de pintura y caligrafía", que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces. Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio. Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mal-Tiempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de Alzado del suelo y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos. No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá. ¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las "Rimas" y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de Os Lusíadas, que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Súper-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de Sôbolos rios. Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada Que farei con este livro? (¿Qué haré con este libro?), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta suficiente: "¿Qué harás con este libro?". Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros. Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. Él se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Son tres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío. Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del Memorial del convento, un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: "Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo". Que así sea. De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde El año de la muerte de Ricardo Reis comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista -Atena era el título- en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: "Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo". Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las "Odas" algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: "He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría". El año de la muerte de Ricardo Reis terminaba con unas palabras melancólicas: "Aquí donde el mar acabó y la tierra espera". Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro. Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces escribí -La balsa de piedra- separó del continente europeo a toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, "masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales", camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes. Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de La balsa de piedra -dos mujeres, tres hombres y un perro- viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los otros). Eso les basta. Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en La balsa de piedra hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría História do Cerco de Lisboa, en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no", subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas". Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: "Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida. Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otra manera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación, profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas. Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí. Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor". Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora. Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir El Evangelio según Jesucristo. Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del Nuevo Testamento a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo. El Evangelio del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz: "Hombres, perdónenlo, porque él no sabe lo que hizo", refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en esa última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró. Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escriba: "La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta que te devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el escriba". Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló In Nomine Dei. Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en Él creían. La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo...Ciegos. El aprendiz pensó "Estamos ciegos", y se sentó a escribir el Ensayo sobre la ceguera para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama Todos los nombres. No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos. Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdónenme si les pareció poco esto que para mí es todo.

FIN

martes, 29 de abril de 2008

¡Omisión en la edición española del Seminario 16!

En mi último libro pronto a aparecer, cité un desarrollo que Lacan realiza en el Seminario 16. Como dicho texto aún era inédito en español, utilicé la edición francesa de Seuil y reproduje el gráfico de la página 397, que es el siguiente.


Hoy, intentando comparar las traducciones de la cita en cuestión, noto con sorpresa que el gráfico no fue incluido en la edición española: en la página 361 de la edición de Paidós, hay un espacio de cuatro líneas donde debería estar el gráfico, pero éste brilla por su ausencia. En primer lugar, me pregunté por el motivo de la omisión: cierto es que el gráfico no es gran cosa pero, leyendo el texto que lo acompaña uno puede ya anticipar la lógica circular dextrógira que Lacan utilizará en el seminario siguiente. Asímismo, sin el gráfico, cuesta entender a qué hace referencia cuando habla de la "primera, segunda y tercera línea".

Cito el párrafo completo de la edición española: "Los retomo en los dos niveles del amo, primera línea, y del esclavo, tercera línea. Completo en el medio con una línea donde agrego lo que ya había escrito la última vez de otra forma y que concierne a la relación de la mujer con su otro goce, tal como lo articulé hace poco" (p. 361).

Tal vez se trate de una errata y en cualquier caso habrá que esperar que se agoten los 5000 ejemplares de esta primera edición para corregirlo. Así que, queridos colegas, tomen una lapicera y escriban lo que falta. Seguro que Lacan no se enoja. Otros, no sé.

PP.

Eric Laurent. "La felicidad o la causa del goce"(2007)

Conferencia de clausura de las VI Jornadas de la ELP "La Experiencia del Objeto en la Clínica Psicoanalítica. Cuerpo y Causa", celebradas en Madrid el 10 y 11 de Noviembre de 2007


El siglo XVIII hizo de la felicidad un objeto político. Así, en Inglaterra, Mandeville, con su fábula de la abejas demostró que los vicios privados de la Aristocracia contribuían a la felicidad publica. La felicidad privada tenía una función económica: vicio privado, beneficio público. Al contrario, en Francia, Saint-Just planteaba que la felicidad era algo nuevo en Europa, y sostenía que sólo la virtud privada podría contribuir a la felicidad pública. Hasta que la báscula de la revolución en el Terror marcó el impasse del hombre del deseo tal como lo concibió la Ilustración. Fue Freud el que permitió retomar las aporías de la Razón sosteniendo que la razón es una razón libidinal, criticando todo universal del Bien y mostrando la aporía de la búsqueda del placer que abre las puertas al más allá del placer. No hay un hedonismo apacible para el psicoanálisis.Es el avance de la biología en el siglo XX y XXI el que va a tener consecuencias decisivas para la biopolítica moderna. Se franquea entonces un paso decisivo con el anuncio del descubrimiento de una nueva ciencia: la ciencia de la felicidad. Parece esta una contribución decisiva a la política de las emociones tan vibrante en el nuevo espacio público. Es Lord Layard, reformador social -director del Centre for Economic Performance at the London School of Economics, quien junto con Lord Davies y Anthony Giddens, convierten la London School en un laboratorio del new labour de Tony Blair- el que hace este anuncio en un libro publicado en 2005. Layard se hace conocer primero, proponiendo nuevas políticas de empleo donde se apunta a estímulos tanto positivos como negativos para reintegrar a los desamparados al trabajo y así sacarlos de la lista de beneficiarios del sistema. Su propuesta se concreta en flexibilizar los salarios y trabajar más tiempo. Esto conduce a la deconstrucción del estado del bienestar en nombre de una nueva definición de la felicidad.Esta ciencia de la felicidad se basa en la economía como búsqueda de una medida adecuada de la actividad humana. Pero la medida nunca es la buena, por lo que se requiere mantener la conversación en forma permanente. Después de la Gran Depresión se comenzó a usar el PIB para medir la riqueza de los países. Pasado el momento de recuperación de la producción, se constato que este no es una medida ideal ya que no incluye, por ejemplo, lo que una economía contamina y no sólo lo que produce, caso de China en este momento. Se buscan otras medidas, pero como la economía se maneja en un campo de una racionalidad limitada, parcial y no total, muestra un agujero en su centro llamado A -tachada- por nosotros. El índice sería una suplencia que intentaría tapar este agujero.Pero, ¿cómo se introduce la medida de la felicidad? Es por el cruce de dos corrientes: por un lado, la psicosociología, que busca medir la felicidad desde el final de la segunda guerra mundial en Estados Unidos. La guerra fue el momento de aceptación de las técnicas de psicología social en los EEUU en principio en el ejército. Desde 1945, el censo en los EEUU incluye una pregunta sobre el sentimiento de felicidad con encuestas de tres casillas donde las respuestas son: muy, moderado o poco feliz. Esto se extiende a Europa en 1974 estableciéndose un índice de la felicidad en el cual se incluye a toda la población. Se constata que este índice no se modifica cuando mejora al doble o al triple el PIB, como en Japón, estableciéndose alrededor de los 1.200 euros la unidad de medida a partir de la cual permanece estable. La deducción que hace Layard es que la riqueza no hace la felicidad y que tampoco el welfare modifica el índice. De otro lado, la psicosociología se cruza con un cierto uso de los resultados de las neurociencias. Layard se apoya en los resultados de un laboratorio de la Universidad de Madison-Wisconsin que empezó por estudiar desde hace 25 años el efecto de los antidepresivos sobre las imágenes del cortex. Extienden su investigación a las imágenes que puedan tener un efecto positivo o un efecto depresivo. Actualmente se muestra al sujeto una imagen de un bebé feliz y se ve que es el córtex prefrontal derecho el que se activa y que lo hace el izquierdo cuando la imagen mostrada es la de un bebé monstruoso. Esto les permite deducir que hay una separación entre el pensamiento positivo y el negativo, rechazando la idea de continuidad, -como piensa el psicoanálisis-, entre el placer y el más allá del placer. ¡No! –dicen-, son cosas distintas.También se comprueba, gracias a un investigador Richard Davidson -de la Universidad de Madison, Wisconsin- que la meditación budista tiene efectos en el córtex pues aumenta la actividad del derecho y baja la del izquierdo, controlando mejor sus emociones a través de la amígdala. Sería una técnica del futuro ya que permitiría controlar las emociones. Este experimento mostraría que es posible una separación -a nivel del cerebro- entre la felicidad y el malestar. Hay que notar que el método de medición está sostenido en imágenes, es decir, en lo imaginario, y es parecido al cognitivismo emocional de Antonio Damasio quien hace una cartografía cerebral de la alegría.Con estos métodos lo que se pretende es borrar cualquier variación individual de lo que pueda significar ser feliz o estar alegre o desdichado. Al suprimir las variaciones, Layard puede sostener que descubrió una nueva ciencia porque tiene un objeto constituido, objetivable. Ya sabe que, a partir de un cuestionario, se va a afectar el córtex del sujeto, es decir, que hay coincidencia entre la declaración y el estado cerebral y, por lo tanto, con un cuestionario sencillo puede objetivar la felicidad de los sujetos con la certeza de una ciencia.El problema es que este índice de felicidad no reacciona con las variaciones de la riqueza, ni con todos los cambios que se han producido en la cultura en los últimos 50 años. ¿Por qué hacer de un índice, -que se comporta con una indiferencia tan grande a lo que varía-, una guía para las políticas públicas? Es extraño. Si la palabra alegría es objetivable, ¿cómo explicar las variaciones de lo qué es la alegría a través de las civilizaciones?Esta indiferencia produce efectos perversos en la cultura, como lo que sucede en Bután primer estado donde se adoptó el índice de la felicidad como guía de la política, justificando así el desplazamiento de la población de origen Nepalí para mejorar la felicidad de los Butanis de origen.
Más cercano, Robert Putnam de Harvard, profesor de public policy quien se hizo famoso con su libro "Bowling alone". Él constata en su más reciente estudio, y a pesar de su progresismo, que lo que mantiene la calidad del lazo social es la homogeneidad de una comunidad. La consecuencia de esto es que para mantener la calidad del lazo social habría que homogeneizar; reforzando de este modo el fracaso del melting pot norteamericano.Por lo tanto: ¿hay que favorecer este índice de la felicidad y sus políticas? Hay una causa más profunda que está operando y es que se ha reemplazado la heterogeneidad de las causas del deseo por un índice único de la medida de la felicidad y que produce como tal un efecto perverso ya que deja en manos del experto que -con sus cifras- pueda imponer la felicidad a un sujeto: dice saber más que el sujeto, y entonces se permite forzarlo a una posición de goce en nombre de su felicidad.¿Por qué estos aspectos al mismo tiempo indiferencia por un lado y reacción tan viva por el otro en el contexto comunitario? La felicidad tiene un aspecto imaginario ya que uno es feliz si tiene lo que tienen los demás. Es la variable que aísla Layard: la gente trabaja para tener lo mismo que el vecino. Esto implica un empuje al goce, el infierno hedonístico tal como lo llama la economía para la felicidad. ¿Cómo desanimar a los sujetos de esta adicción que no va darles ninguna felicidad más? Aquí interviene Layard diciendo que habría que subir los impuestos así no trabajan más y repartir las ganancias. El new labour no lo acepta. Pero, por otra parte, la felicidad frente a este aspecto hedonístico tiene una posición conservadora: cuando se usan otras variables, los más felices son los que están tranquilos, casados, siempre en el mismo oficio, que no cambian ni se mueven, en una homeostasis: la felicidad así definida es la homeostasis del placer, lo cual está de acuerdo con la teoría analítica.Habría que entrar en diálogo con los partidarios de la política de la felicidad ya que al aplastar las dimensiones subjetivas bajo el concepto de felicidad, ignoran las paradojas de la razón libidinal freudiana. El placer, su más allá, el empuje superyoico al goce y el deseo como deseo de otra cosa, son cada vez dimensiones distintas que entran en conflicto y que cuando quedan bajo el significante-amo "felicidad" se pierde el rumbo, se pierde la complejidad de esta intrincación.Al desconocer Layard esta intrincación y tomar en cuenta exclusivamente la contradicción entre el empuje hedonístico y el aspecto conservador de la felicidad, y preguntarse cómo hacer para mejorar el índice de la felicidad, es donde se le ocurre una sola solución: operar sobre la depresión que ataca al 16% de la población ya que tendríamos herramientas para resolverla. Así en su informe "The depression report: a new deal for depression and anxiety disorders" de junio de 2006, propone un gran abordaje de la depresión, -más allá de los fármacos-, mediante terapias conductuales basadas en medidas parciales de laboratorio. Propone que con series de 16 sesiones a lo largo de cuatro meses, no sólo se conmovería la inercia fundamental del índice de felicidad, sino que se podría autofinanciár y desarrollar una burocracia enorme. Como los deprimidos así tratados podrían regresar a trabajar, lo que se gastaría en este Servicio Nacional de Felicidad, se ahorraría el más de trabajo de los sujetos tratados y el menos de beneficios del emparo. Para atender a toda la población haría falta doblar el número de psicólogos clínicos y de psiquiatras. ¡Gran alegría de estos en Inglaterra! Claro que el problema es pasar de las medidas de laboratorio tipo Davidson o Damasio a toda la población. Se han construido dos centros en Inglaterra para investigar esta propuesta con tratamientos protocolizados y con medidas computarizadas. Por el momento lo publicado en revistas especializadas como Mental Health en diciembre de 2006 no justifican esta utopía.Podríamos constatar con ironía que estos centros de TCC son algo parecidos a los CPCT. Ellos son nuestros laboratorios donde se puede pensar que se aumenta el grado de felicidad del sujeto, tal y como vimos en los casos presentados por Rosa Godínez y Amanda Goya. No estamos en contra de afirmar la utilidad pública del psicoanálisis, pero sin perder la brújula de lo que es la causa del goce en cuanto se opone a una concepción ideal del Bien y sosteniendo la dimensión de la contradicción entre el placer y el goce, para desembrollar los efectos de las identificaciones y regular las invasiones del goce. No despreciamos la lucha de nuestro reformador social pues también nosotros ponemos nuestros aparatos para luchar contra el malestar, pero no queremos esta posición activo-sádica.El problema es que en Europa la lucha por el empleo, las políticas del full employment, han producido efectos extraños como la multiplicación de categorías donde se distingue a los desamparados de corta o larga duración, los que trabajan pero se mantienen pobres, los que quieren trabajar en otras cosas y no pueden. Así que el trabajo no se encuentra más como objeto de una identificación sino de rechazo.Si se quieren medir los resultados en la lucha contra la depresión en la estricta reintegración en este extraño mercado de trabajo, podemos pensar que tendremos categorías tipo de empleos adaptados a los distintos tipos de depresiones: larga o corta duración, depresiones resistentes, burn out por exceso de trabajo. El debate ya no sería sobre la flex security sino sobre la flex mood security: ¿cómo garantizarse contra la flexibilidad del humor?¿Por qué Inglaterra aceptó las seducciones de la nueva ciencia de la felicidad? Depende de la particular relación que tiene la cultura inglesa con lo real: el empirismo ingles, a los ingleses les gusta no contarse historias. No les gusta el pathos de la política continental: acotar lo que se cuentan franceses, españoles, italianos, etcétera. Tampoco han conocido la derrota desde hace dos siglos y tienen una relación con el futuro muy particular. Esto incidió en la seducción de las terapias conductuales, con su ignorancia del pasado y su decisión de mirar hacia el futuro, sin considerar los efectos que tiene el retorno de lo reprimido y el retorno de las identificaciones que se revelaron como mentiras. Todo esto puede ser ignorado. Acotar el nivel de historia, de representación colectiva con el silencio de los expertos, para ellos puede entrar en esa perspectiva benthamista de una solidaridad común. Pero el silencio de los expertos es muy particular. Hay muchos tipos de silencio, no sólo el de los expertos: está por ejemplo el hacer callar a la voz superyoica.Hacer la vida más digna y humana en el espacio retorico francés, español o italiano es más difícil que sólo hacer callar el debate público: se necesita una ley como en España sobre las consecuencias de la guerra civil o en Francia sobre la colonización. No leyes sobre la historia, no por decreto definir, sino leyes que tocan a identificaciones como las leyes sobre injurias antisemitas. Esto es parte del relato común que nuestro espacio de identificación permite. Las fallas del melting pot americano o en Europa el problema de los Balcanes, no se pueden arreglar con un índice de felicidad que aplastaría la consideración de lo que es la heterogeneidad de las causas del deseo que están en juego en estos espacios.Nuestra política del psicoanálisis es convencer a nuestro partenaire, que es la civilización en la que estamos, que uno por uno podemos proponer una regulación o proponer en nuestros trabajos testimoniar de cómo en condiciones subjetivas precarias, de sujetos que no tienen la misma vinculación con el relato edípico o con la posición paterna, que incluye familias que no están en la felicidad, que tienen esta precariedad simbólica; podemos testimoniar cómo en los casos que fueron presentados, cómo sujetos muy frágiles, con identificaciones muy lábiles, pueden encontrar en un tratamiento de orientación psicoanalítica una forma de regulación del empuje al goce, de la paradoja hedonística que hace conectar el placer y el más allá de los efectos adictivos de los goces propuestos en nuestro espacio permisivo. Esto no se hace con incentivos autoritarios, ni sin tomar en cuenta los efectos mortíferos de dejar a un sujeto abandonado a su goce. Podemos dar cuenta caso por caso, pero podemos dar un paso más y ver cómo podemos transmitir esto pero de manera mas vectorializada, siempre uno por uno, no con instrumentos de evaluación que acortan toda historia posible, -tipo cognitivo conductual-, pero sí a nuestra manera, proporcionar instrumentos más vectorializadores que nos permitan ser amables, no seductores, a la mirada de nuestro partenaire del siglo XXI, el estado actual de nuestra civilización.

domingo, 27 de abril de 2008

Ole Martin Hoystad. "Una historia del corazón" (Manantial-Lengua de trapo, Bs.As.,2008) -recomendación especial Feria del Libro


El psicoanalista lector ha visitado la 34ª Feria del Libro de Buenos Aires. En esta edición el lema es "El espacio del lector" y haciendo uso de ese espacio, el nuestro, el de los lectores, es que caprichosamente elijo a la vedette de mis compras en la Feria.
Se trata del sensacional "Una historia del corazón", del noruego Ole Martin Hoystad. Una historia de lo que el corazón ha representado a lo largo y ancho de las diversas culturas, y de cómo ha llegado a convertirse en nuestro corazón occidental. El libro es ameno, diría que hasta divertido, agradable y de excelentísima calidad. Incluye un cuadernillo con ilustraciones a todo color que completan una obra destinada a convertirse en un clásico. 260 páginas que no tienen desperdicio a un precio coherente ($ 45).
He aquí el texto de la contratapa:

¿Cómo se ha entendido el corazón en otras culturas? ¿Qué ha representado simbólicamente? ¿Cómo ha llegado a surgir nuestro propio corazón occidental, con sus diferentes formas y funciones? Ole Høystad pretende con este apasionante y esclarecedor ensayo, desde una perspectiva interdisciplinaria, responder a estas cuestiones fundamentales para entender nuestra cultura y el papel que tiene el corazón, a la vez imagen y símbolo. A pesar de que el corazón es el símbolo principal de la naturaleza humana, hay pocos ensayos sobre él en la literatura mundial. Y por ello se hace tan necesario este libro, que analiza con rigor y a la vez en forma amena los contrastes que existen en las actitudes de personas de culturas tan aparentemente alejadas de la nuestra. Pero precisamente porque puede haber diferencias fundamentales, se hace más imprescindible entender el papel del corazón en esas culturas, y no sólo para entender a los demás sino también para entendernos a nosotros mismos. Esta historia de diferencias y pasiones, quiebres y contextos comienza allí donde empezó todo, la Mesopotamia. Y, pasando por el antiguo Egipto, Grecia, los primeros cristianos o el Islam, llega hasta nuestros días, en una segunda parte donde se analiza el nacimiento del corazón europeo, y su presencia actual en el pensamiento y el arte.

OLE M HØYSTAD es profesor de estudios culturales en la Universidad de Telemark, Noruega. Como investigador, se ha centrado en estudios interdisciplinarios y conceptos dominantes de la tradición humanística y como filósofo se ha especializado en filosofía antropológica.

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El chimento: en el stand de Francia puede conseguirse por apenas $ 25 una edición de "Ernestine", del Marqués de Sade en la colección Folio. También hay varios de los seminarios de Lacan (a precios realmente caros).
De paso, les cuento que Letra Viva ha lanzado su catálogo con ocasión de la Feria, el que incluye todos los títulos publicados a la fecha, con su ilustración de tapa y breve reseña. No dejen de ir a buscarlo al stand 226 del pabellón Azul.
PP.

jueves, 24 de abril de 2008

PABLO PEUSNER. "Lencería fina". Acerca de la nueva edición revisada de los "Escritos 1" de Lacan en español.


Comencemos con una verdad: todo parece mucho más confiable –aunque también difícil– cuando se trata de los Escritos de Lacan. No volveré a desplegar aquí los innumerables problemas ante los que nos ubica el hecho de pretender estudiar alguno de los seminarios pronunciados por Jacques Lacan, basta enumerarlos: el decir, la taquigrafía, la dactilografía, la grabación, el establecimiento, la traducción...
Sin embargo, creo que la verdad propuesta en el párrafo anterior sólo vale para los lectores de la obra en su lengua original. En español... ¿es confiable la versión de los Escritos?
Llamados inicialmente Lectura estructuralista de Freud[1] en 1971, luego divididos en dos tomos en 1972, “corregidos y aumentados” en 1984, reeditados en 2002 con un nuevo diseño, los Escritos tienen hoy, en 2008, una nueva edición que se autodenomina “revisada” por el “equipo editorial de Siglo XXI y Gabriela Ubaldini, siguiendo la edición francesa del texto integral (París, Seuil, 1999)”[2].
En la página Web de la editorial Siglo XXI, a propósito de esta novedad puede leerse: “si bien la traducción era literariamente inobjetable, muchos términos disciplinares tuvieron un desarrollo conceptual posterior y fueron reformulados por el propio Lacan en sus seminarios. Por esta razón fue preciso actualizarlos y modificarlos para adecuarlos al uso aceptado en la bibliografía psicoanalítica”.
El párrafo en cuestión es verdad sólo a medias. Es cierto que la traducción original de Tomás Segovia no podría haber anticipado los desarrollos posteriores y las lecturas de los comentaristas de la obra lacaniana, como tampoco las resignificaciones que los últimos diez años de seminarios de Lacan podrían producir sobre los textos escritos previamente. También es cierto que la edición de 1984, cuya revisión fue encargada a Juan David Nasio y Armando Suárez, era una gran ocasión de poner al día tales cuestiones. Pero lo que no es totalmente cierto es que “la traducción era literalmente inobjetable”.
Ya desde 1984 Marcelo Pasternac señalaba en las páginas del segundo número de edición española de la revista Litoral[3] que la traducción de los Escritos presentaba “errores, erratas y discrepancias”, tarea que retomó en la llamada Nueva Serie de la revista Litoral (en la número 15) con el título de “Elementos para disponer de una edición confiable de los Escritos de Lacan en español”. Allí señalaba con número de página y considerando las dos versiones españolas más utilizadas, los errores, las omisiones, las erratas y ciertas discrepancias halladas en la versión española del libro en cuestión. Este trabajo que Pasternac realizó durante un tiempo prolongado y que dio a conocer en sucesivas entregas en dicha publicación, concluyó finalmente por aparecer íntegramente publicado en un libro imprescindible, publicado por Oficio Analítico en el año 2000, y titulado “1236 errores, erratas, omisiones y discrepancias en los Escritos de Lacan en español”. Entonces, desde allí “la imagen del mono imitando a Buffon en trance de escribir...”[4], se convirtió en “la imagen de la lencería fina que engalana a Buffon en trance de escribir...”[5], dejando al descubierto, desde el primer párrafo del libro, que la traducción no era literalmente inobjetable, que podía mejorarse y que si bien, quizás los 1236 señalamientos podrían no ser todos adecuados, seguro es que había más y tarde o temprano se descubrirían.
Entonces, ya había al menos una voz que intentaba hacer notar que esa obra tan confiable debía ser reconsiderada –el mismo Pasternac cuenta en su libro que se ofreció personalmente a la tarea, pero que si bien desde la editorial fue bien recibida la iniciativa, nunca lo convocaron–. Y si había una voz, seguro era que había más. Quizás no se trató de un proyecto tan amplio como el de Pasternac, pero como es una obra valiosa, quiero incluirla en esta breve nota.
Se trata de un libro titulado “Acerca de La ciencia y la verdad”, firmado por Jorge Yunis y Juan Bauzá, quienes en 1989 y por intermedio del Centro de publicaciones de la Universidad Nacional del Litoral publicaron su “traducción crítica, comentarios y notas en torno al escrito de Jacques Lacan”. Un trabajo riguroso y prolijo que, si bien no tiene intenciones de confrontación, invita a preguntarnos: ¿era necesaria una tarea así si acaso no hubiera sospechas por el contenido de la traducción canónica de los Escritos? El texto incluye todo el aparato crítico que las ediciones serias suelen tener y que el albacea testamentario de Jacques Lacan desdeña por tratarse de un recurso demasiado universitario (¡como si él hubiera salido de un repollo!). Una obra valiosa, que sigue teniendo hoy en día un valor fundamental en el difícil arte de entrar en los Escritos.
Dejo constancia de no haber realizado aún un exhaustivo trabajo de comparación de esta nueva versión con la versión anterior. Por supuesto que fui directamente a los párrafos que históricamente estuvieron en conflicto. Y noté que fueron arreglados. En ciertos casos el fantasma de Pasternac sobrevuela el texto, y es difícil creer que el equipo revisor de la editorial haya ignorado las páginas de “1236...”. En otros casos, los errores han sido subsanados aunque siguiendo otros criterios. Por fin, las letras de los esquemas volvieron a ser las letras originales (recordemos al pasar que, por ejemplo, en el esquema Lambda, el gran Otro estaba representado por una letra O mayúscula), y uno o dos errores presentes en los gráficos de “El seminario sobre La Carta Robada”, fueron arreglados. Finalmente, los párrafos faltantes en algunos textos fueron repuestos...
El libro es muy elegante y de una calidad notablemente superior a la de las ediciones previas. La letra, a mi gusto, es demasiado pequeña, aunque este es un tópico común en los libros de la editorial. Resultaría precipitado realizar en este momento una evaluación de la obra –y en definitiva... ¿quién soy yo para hacerlo?–. Pero creo que a medida que comencemos a trabajar con esta nueva edición irán apareciendo los beneficios o los perjuicios, según correspondan. En cualquier caso, creo que la aparición de este libro demuestra que lo que está en cuestión es una obra viva y que, como tal, renueva los problemas de traducción a cada paso.
Con Lacan también sentimos que liber enim, librum aperit...




[1] Esta versión era parcial, y sólo incluía los siguientes artículos: De nuestros antecedentes, El estadío del espejo..., El tiempo lógico..., Intervención sobre la transferencia, Del sujeto por fin cuestionado, Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis, De un designio, La cosa freudiana..., La instancia de la letra..., La dirección de la cura..., La significación del falo, Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina, Subversión del sujeto, La ciencia y la verdad.
[2] Aclaro que sólo ha aparecido por el momento el primero de los dos volúmenes que conforman la edición de los Escritos en español.
[3] V. Pasternac, Marcelo. Los Escritos de Lacan en español: errores, erratas, notas y discrepancias, en revista “Litoral”, Ed. La torre abolida, Córdoba, 1984.
[4] Así dice el primer párrafo de la Obertura... de la edición del ’84.
[5] Así dice la edición del 2008, señalado desde 1988 por Marcelo Pasternac como un error.

miércoles, 23 de abril de 2008

Jacques Lacan. "El seminario. Libro 16. De un Otro al otro" (Paidós, 2008, $ 88)

Texto de contratapa

Leo, de pluma de Sollers, que para él Claudel es, ante todo, el que escribió: “El Paraíso está alrededor de nosotros en este mismo momento con todos sus bosques atentos como una gran orquesta invisiblemente que adora y que suplica. Toda esta invención del Universo con sus notas vertiginosamente en el abismo una por una donde el prodigio de nuestras dimensiones está escrito”.Pues bien, Lacan es para mí el que en este seminario afirma: “El infierno nos conoce, es la vida de todos los días”. ¿Es lo mismo? ¡Ah, no lo creo! Acá no hay adoración, no hay orquesta invisible ni vértigos ni prodigios. Empecemos por el final: Lacan “evacuado” de la calle de Ulm con sus oyentes, no sin resistencia ni escándalo. El episodio dio que hablar. ¿Qué había hecho él para merecer esto? Se dirigió no solo a los psicoanalistas, sino también a una juventud aun enardecida por los acontecimientos de mayo, que lo acepta sin embargo como un maestro del discurso en el mismo momento en que sueña con subvertir la Universidad. ¿Qué les había dicho él? Que “Revolución” quiere decir volver al mismo lugar. Que en lo sucesivo el saber impone su ley al poder, y que se ha vuelto ingobernable. Que el pensamiento es como tal una censura. Les habla de Marx, pero también de la apuesta de Pascal, que en sus manos se vuelve una nueva versión de la dialéctica del amo y del esclavo, y también de los fundamentos de la teoría de los conjuntos. Continúa con una clínica de la perversión, con los modelos de la histérica y del obsesivo. Todo esto contagia, brilla, cautiva. Entre líneas, se sigue el diálogo de Lacan consigo mismo sobre el sujeto del goce y la relación de este con la palabra y el lenguaje.

Jacques-Alain Miller

martes, 22 de abril de 2008

Nueva edición española revisada de los "Escritos 1" de Jacques Lacan

Con una nueva traducción, revisada y corregida, Siglo Veintiuno incluyen en su Colección Biblioteca Clásica el libro Escritos 1, obra fundamental de Jacques Lacan, que mantiene su vigencia no sólo para el ámbito psicoanalítico, sino para diversas disciplinas como la filosofía, la antropología, la lingüística, la lógica y la topología. El hecho de que estudiosos de diversas áreas sigan encontrando en estos Escritos de Lacan la clave de un pensamiento siempre heterodoxo, que permite abordar temáticas centrales como el lenguaje, el lugar del sujeto y lo social, quizá sea uno de los motivos de la vitalidad y actualidad de la que goza esta obra. Escritos 1 es una obra que ha suscitado muchas controversias entre los especialistas y requería ajustes específicos en cuanto a su contenido. Si bien la traducción era literariamente inobjetable, muchos términos disciplinares tuvieron un desarrollo conceptual posterior y fueron reformulados por el propio Lacan en sus seminarios. Por esta razón fue preciso actualizarlos y modificarlos para adecuarlos al uso aceptado en la bibliografía psicoanalítica. Este relanzamiento de los clásicos de nuestro catálogo permite a los lectores reunir, en una misma colección, las obras más importantes, aquellas que aportaron perspectivas novedosas o introdujeron nuevos temas en la "agenda" de las ciencias sociales y las humanidades.
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Acabo de enterarme y he tomado el texto directamente de la página de la editorial. En estos días me ocuparé de investigar más al respecto y prometo datos más precisos.
De todos modos es un avance, ya que todos sabemos de las dificultades que tiene la traducción clásica.
Hasta pronto
PP

lunes, 21 de abril de 2008

Gabriel Lombardi. "La dificultad en percibir las innovaciones en psicoanálisis" (texto publicado en Imago-Agenda Nº118)

Hay un aspecto rutinario en la práctica analítica. Su método, que promueve la libertad asociativa, revela rápidamente el gusto por lo mismo, por la repetición. La finalidad del psicoanálisis no es sin embargo el imposible retorno a un estado anterior alterado por la neurosis, sino la innovación. Para intentar producirla, se apoya en el deseo de Otra cosa que, más o menos secretamente, habita en quienes lo inician. Más secretamente, bajo las máscaras del aburrimiento, el encierro y el pánico; más abiertamente bajo las formas de la súplica, la vigilia, la angustia, la rebelión y el deseo mismo.
Veo inicialmente dos problemas al considerar el tema de las innovaciones. Por una parte, el psicoanálisis es una práctica que puede ser innovadora para quien lo emprende, pero lo que allí sucede no necesariamente interesa más que a los dos implicados en el asunto, y tal vez no tenga mayores consecuencias para otros. Por otra parte, cuesta advertir qué hay de nuevo en psicoanálisis después de la vertiginosa renovación lacaniana, cuyas consecuencias miles de psicoanalistas estamos todavía intentando situar. Me recuerda los efectos de la obra de Aristóteles, que bajo la influencia de su alumno Alejandro se expandió (se diluyó) por todo el mundo helenístico, pero se necesitaron más de mil años para entender algo de ella en algunos puntos, y más de dos mil para que alguien pudiera decir algo verdaderamente nuevo en la ciencia más importante, la ciencia de lo real, la lógica, cosa que recién ocurrió con Cantor y Gödel.
No me referiré entonces a las innovaciones meramente intelectuales, a las tantas imposturas que más bien diluyen los lazos propiamente psicoanalíticos; tampoco me referiré a aquellas contribuciones que al mismo tiempo que difunden los temas del psicoanálisis lo alejan del núcleo que concierne a lo real de cada ser hablante que entra en esa modalidad de lazo social.
Me referiré sí a aquellas invenciones que han tenido consecuencias efectivas en la práctica del psicoanálisis. Porque creo que antes que nada el psicoanálisis es una práctica de transmisión de un deseo de saber que permite a alguna gente salir de una posición de sufrimiento y sacrificio vanos, de inhibición, de deseo insatisfecho, de goce sin realización social; cuando hablo de psicoanálisis me refiero a la oferta de otra opción, otra mirada, otra palabra, más entramada en los deseos que por suerte nos llegan desde el Otro. Una vida más interesante en suma, en la que la innovación no esté totalmente prohibida.
En el caso de Sigmund Freud, la innovación fue absoluta, sin antecedentes, sin parangón. Hasta donde sé, es el único caso en la historia en que una nueva forma de lazo social está ligada a un único nombre. No sabemos quién fue el primer religioso, podríamos discutir quién inventó la filosofía, quién fue el primer físico, quién fue el primer físico matemático (¿Galileo o antes Kepler?), etcétera. En el caso del psicoanálisis no, su inventor fue Freud, a pesar de los esfuerzos que hizo por compartir con Breuer y otros el peso y las consecuencias para sí y para terceros de lo que introdujo, y a pesar de haber sentido la exigencia ética, imposible de cumplir en su caso, de analizarse cuando aún no había analistas con quien hacerlo.
¿Cuál es el fundamento de su innovación? Nos puede gustar más o menos el modo en que Freud definió sus conceptos y argumentó sus hipótesis, pero introdujo un método nuevo, el de la regla fundamental, que otorgó estado civil a todo un campo de la vida del ser hablante no tenido en cuenta hasta ese momento por ninguna ciencia. La determinación inconsciente de los síntomas, de los sueños, de los actos, el papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis, y también los fenómenos trasferenciales, pudieron desplegarse a partir del dispositivo de la cura freudiana. Para proponer ese dispositivo tuvo en cuenta la siguiente distribución de autoridad: el analista puede interpretar como desee, pero a condición de que se atenga a los efectos que tiene su intervención en el analizante, quien tiene la última palabra en la sesión actual, o la tendrá en otra ulterior. Dentro de esas asociaciones que responden a la interpretación, consideró necesario dar cabida a algunas producciones del analizante que conciernen a la situación misma del análisis, sean del orden del recuerdo o de la repetición de transferencia. Estas sesgan la estructura del vínculo analítico hacia una orientación de la cura cuya estructura no se parece en nada a ninguna otra propuesta terapéutica.
En la innovación en los dispositivos psicoanalíticos también cuenta eminentemente Melanie Klein, quien hizo posible extender la propuesta freudiana al psicoanálisis con niños pequeños. Ella propuso que, jugando, el niño asocia, y que el diálogo analítico entre la angustia del niño y la interpretación del analista puede ser iniciada incluso antes de que el niño hable efectivamente –teniendo en cuenta de todos modos el siguiente criterio que escribe claramente: que no da por concluido el análisis de un niño mientras éste no puede expresar sus asociaciones verbalmente, es decir, cumplir con la regla fundamental freudiana–.
Lacan por su parte, el gran renovador del psicoanálisis, no hizo otra cosa que intentar llevar hasta sus últimas consecuencias el decir de Freud, vale decir, su propuesta metodológica de liberar la palabra del paciente, transformarlo en analizante. Su innovación, aunque fue pacientemente desglosada en muchos años de enseñanza oral, no fue gradual, le fue dada cuando advirtió que el psicoanálisis, al extraer al analizante de la ilusión referencial, permite distribuir los datos clínicos en registros diversos, entre los cuales lo simbólico como material analítico (los elementos de lenguaje que en el dispositivo freudiano pueden ser liberados de toda semántica), lo imaginario como consistencia a cuestionar, y lo que permite conocer los límites reales de la estructura a través del síntoma (esas palabras imposibles de soportar para cada uno), o del acto (esas palabras que, una vez pronunciadas, no pueden desdecirse).
La investigación y profundización de las consecuencias del psicoanálisis freudiano llevó a Lacan a advertir que el psicoanálisis didáctico coincide con el psicoanálisis a secas, porque los efectos del análisis se concentran en su efecto didáctico, sea o no que el analizado decida luego ejercer como psicoanalista. Por eso propuso otro dispositivo psicoanalítico, el del pase, para dar lugar a la investigación y promover la realización del acceso a la posición de analista a partir de los resultados del propio análisis. Los problemas para comprender los resultados de este dispositivo responden profundamente a la dificultad en percibir lo que hay de innovación en psicoanálisis: lo que es novedoso para un sujeto, lo que él advirtió, lo que ganó, lo que cambió en su propio análisis, es grandioso para él; no sólo cambiaron sus síntomas, no sólo cambió él, cambió también el mundo porque cambió su perspectiva del mundo. Pero lo que es tan decisivo para el pasante, puede no resultar para nada interesante para otros. Además, el nuevo analista no tiene por qué ser un formador de doctrina, un analista famoso, un innovador para todos.
A veces tengo respecto del psicoanálisis esa impresión que le produce a los propios franceses la producción intelectual actual de la France: no hay nada comparable a los años ‘50, nada de nada. Sin embargo, no me parece que el psicoanálisis esté estancado; creo que está en una fase de elaboración y no de lecturas completamente renovadoras. Esta fase puede durar bastante, y posiblemente dure mientas no se sepa entender lo que tiene de renovador el dispositivo del pase, que a pesar de su aspecto de “fracaso” es sin embargo la llama gris que sostiene todavía la vigencia del psicoanálisis en el mundo.
Yo, por mi parte, innovo todos los días, porque sigo a mis analizantes, que me cuentan síntomas de rara sutileza y sueños inauditos, de una creatividad digna de dioses. Lo registro, pero eso es de una trascendencia, por así decir, privada. Me esfuerzo de todos modos en transmitirla en mi práctica como analista, como docente y como miembro activo de una escuela de psicoanálisis.

sábado, 19 de abril de 2008

Jean Allouch. "El amor Lacan" (fuente: "Imago Agenda Nº 118)

¿Puedo invitarlo, querido lector de Imago-Agenda, a compartir un ejercicio de imaginación? Tomen al psicoanalista Jacques Lacan en la desagradable postura siguiente: él inventó, no sin haber recorrido bastante largamente el dominio en cuestión y no en forma ligera, una inédita figura del amor. ¿Qué hacer con eso? Tal es la situación de partida de nuestro ejercicio de ficción.
Ustedes lo saben, a lo largo de la historia de Occidente, el amor fue declinado según un número no despreciable de figuras, habiéndose constituido algunas de ellas en objeto de reflexiones sostenidas por parte de Lacan, aunque no por parte de otros. Entre éstos últimos, se puede citar: el amor romántico, el amor loco, el amor guerrero (el amor conquista, aquel de Ovidio), el amor de la representación (Pascal), que puede igualmente ser denominado el amor según el fantasma. Por lo contrario han retenido su atención: el amor narcisista, el amor sexual (ambos de Freud), el amor platónico (el amor aristofanesco del “hacer uno”, dicho de otro modo el amor bajo la forma de un animal de dos espaldas, un animal para dormir), el amor como pacto, el amor cortés, el amor intercambio, el amor eterno, el amor al prójimo, el amor como “ser de a dos”, el amor repetición de un amor de infancia, el amor ilimitado, el amor divino, el amor extático, el amor puro y, last but non least, el amor dantesco. ¿Por qué a lo largo de casi treinta años de seminarios, ésta mensura de tantas figuras del amor? La respuesta es simple y abrupta: Lacan no aceptó esas figuras, considerando que ninguna de ellas le ofrecía la respuesta a la pregunta que se plantea todo analista dispuesto a ofrecer al analizante lo que el analizante espera de un análisis: ¿qué hacer con el amor de transferencia, cómo considerarlo? ¿Cómo conducirlo a su fin?
Todo parte de una sorpresa inaugural, perfectamente expresada por Freud y a la cual el psicoanálisis, en ese momento, no se remitió. Freud, presionado por las histéricas y su sed de no se sabe qué, inventa un dispositivo y da así lugar a una experiencia inédita. Él estaba lejos en aquel entonces de pensar que, sin haber sido invitado allí, el amor iba a desembarcar pronto, el amor o, más exactamente, lo que Lacan terminó por llamar “odioenamoramiento” (intentando así arrojar fuera del campo freudiano al falso concepto binario de ambivalencia). Ahora bien, el amor es, él mismo, una experiencia. Y jamás de los jamases, ni por causa alguna, no hubiera llegado a inscribirse en esa otra experiencia que es la experiencia analítica. Una experiencia dentro de una experiencia, he ahí lo que es el amor en el análisis. Allí está lo que merece ser llamado un acontecimiento en la historia del amor, absolutamente inédito y susceptible de arrojar un rayo de luz inédito sobre el amor indomable.
Sin duda estarán ustedes menos sorprendidos de que el recorrido por esas figuras del amor que realizó Lacan no haya tenido otro fin que descartarlas una por una. Recapitulemos rápidamente. Le reserva a Freud el haber esclarecido el carácter narcisístico del amor, pero para poder dedicarse mejor a estirarlo hacia lo simbólico. Estudia extensamente El Banquete de Platón, dando la impresión durante un tiempo que extraía de allí lo que se presentaba como una fórmula del amor, pero pronto deja caer ese bello optimismo que mezclaba un poco al amor y al deseo. Él se interesa de cerca por el amor cortés, pero es para elaborar una teoría de la sublimación. Visita al amor divino que le parece aquel más lejano al análisis de la relación del amor y del goce del Otro, pero es para reconocer allí una perversión. Va a mirar del lado de Dante, pero es para constatar que Dante payasea y contestar que nomina sunt consequentia rerum. En pocas palabras, Lacan hace limpieza. Nada de lo que ha sido históricamente propuesto, incluso puesto en obra, como figura del amor le conviene a la experiencia del amor situado en la experiencia analítica.
¿Entonces qué? Antes de responder, veamos más de cerca la configuración de nuestra ficción, es decir en qué aprieto se encuentra Lacan. Numerosas salidas, a priori factibles, son impracticables. De entre ellas, distinguiré tres.
Una primera solución comprometería a producir una teoría del amor. Sólo que no hay en Lacan teoría del amor. ¿Pensaron eso?, todo, en el análisis, no se presta a una captura teórica. Para el amor, Lacan recurrió a los poetas, a los pintores, a los mitos (que en ocasiones inventa), a ciertas fórmulas frías que no están allí sino para funcionar como slogans, soportes de un rumor, no como enunciados de los que habría lugar para dar cuenta teóricamente. Agreguen a esto ciertos lapsus sonoros y captarán que el amor habita en Lacan de otra manera que como un objeto a teorizar. Pero hay algo más decisivo aún. Algunas figuras del amor han dado lugar a teorías, otras no, lo que retorna para decir que teorizar el amor supone elegir ya un cierto tipo de amor. Hay amor con teoría y amor sin teoría. Lacan tuvo que vérselas con esta alternativa, especialmente cuando recurre a los trabajos de Pierre Rousselot, y ahí su elección es clara: deja de lado al amor físico y brinda su preferencia al amor extático, aquél que no había dado lugar a una teoría y que no había tenido necesidad de ser teorizado para divulgarse con efectividad, como una epidemia. Entonces, Lacan logró una cierta e inédita apreciación sobre el amor, lo que yo creo poder afirmar, estándole cortada la vía que hubiera consistido en ofrecerle a sus alumnos una presentación teórica acerca del tema.
Una segunda salida del aprieto, no menos impracticable, está interrumpida por... el deseo. Aquí, el problema es más retorcido. Después de Freud, que hizo de eso un uso más bien discreto, Lacan y sus alumnos han colocado fuertemente al deseo por delante. Muchos de los enunciados lacanianos dejan entender que el sufrimiento vehiculizado por el síntoma se sostiene en que el sujeto no está comprometido en la vía de su deseo, que el análisis podría entonces ponerlo allí, ofreciéndole así una curación “por añadidura”. En este sesgo, se supone que un llamado “deseo del analista” interviene en el análisis, del que algunos hacen estandarte, presentándolo como el verdadero instrumento del cambio producido en el analizante. Se olvida generalmente que, tal como ella fue presentada, la puesta en obra de ese deseo tiene como condición necesaria, en el analista, un duelo de sí mismo –un duelo bien raro a decir verdad, pero que, en todo caso, no podría dejar al amor, aunque fuera amor propio, fuera del campo de la transformación subjetiva exigida. Se ha cantado el deseo hasta el hartazgo, o más bien hasta lo que ha surgido como un hartazgo desde el momento en que habiendo cambiado el contexto cultural, el carácter subversivo de la puesta por delante del deseo se había evaporado e incluso invertido: el culto de un deseo propio para cada uno, individualizante, conveniente al capitalismo de hoy. Michel Foucault se dio cuenta muy pronto de esto, y ha creído poder obstaculizar esta rompiente haciendo jugar al placer contra el deseo. Hay allí, entonces, un problema. Por un momento, la promoción del deseo ha desatendido al amor, y Lacan mismo no ha sabido siempre distinguir bien uno del otro, incluso si estaba claro a sus ojos que había lugar como para no confundirlos. Cuestión: el abandono del amor en favor del deseo no le ha jugado una tan mala pasada al movimiento freudiano como a la práctica analítica misma. El amor tiene siempre salida para todo: el odioenamoramiento puede perfectamente reivindicar el no haber sido descuidado y, mantenido oculto en los análisis, retomar la iniciativa en la formación de los grupos analíticos y en sus enfrentamientos.
Tercer impedimento con el cual debía vérselas el Lacan ficticio que pongo en escena: la forma mediante la cual los psicoanalistas han vendido el amor en la plaza pública. Esta forma no contraviene en nada a la promoción del deseo. Simplemente, ha ocurrido que de tiempo en tiempo, los psicoanalistas han escrito y publicado acerca del amor obras que han alcanzado, en Francia y en otros países, un gran suceso editorial. Tomen El Estado amoroso de Christian David (primera edición de 1971, editado en formato de bolsillo en 1990 y luego en 2002). Ciertamente, valoriza, Freud tiene razón al ligar “el amor adulto” (¡brrrrr!) a los primeros amores edípicos, al denunciar allí la dimensión narcisista, al subrayar allí la incidencia del fantasma y de la pulsión, pero, igualmente, replica, no se podría ignorar el otro lado de las cosas, a saber el amor como creación. El amor, para usar los términos bárbaros de este señor, constituye una “personalización nueva”, una “neoestructuración original”; el amor es una “síntesis original que, cuando compromete a la pareja, permite la expresión de la aspiración sexual total”; el estado amoroso acrecienta la disponibilidad del sujeto ofreciéndole “una relajación profunda, una liberación repentina de energía hasta ese momento prisionera”. Y así todo haciendo juego... Si con eso ustedes no idealizan al amor, uno se pregunta que más o mejor habría que hacer para empujarlos allí. Se dirá que es la IPA. Pero giremos hacia François Perrier, lacaniano de la primera hora, luego lacaniano a pesar de él, tomemos su seminario sobre el amor, tan concurrido en aquella época. Vean el uso que hizo allí del término “encuentro”, nuevo soporte para una idealización no menos desenfrenada del amor. “Nosotros queremos el amor”, canta ardientemente toda la ciudad con la bella Helena (Offenbach). Perrier responde promoviendo el encuentro amoroso. ¿Pero qué encuentro? Aquel que va a fomentar su deseo de analista. A fin de caracterizar ese deseo, yo lo llamaría el deseo del peluquero de damas, de preferencia homo. El peluquero de damas prepara a la mujer para que otro hombre goce de sus encantos. Y bien, según Perrier, el psicoanalista ejerce esta misma función “de no tener que buscar para él el goce del que pretende permitir a otro el acceso en otra parte y en otro momento”. Podemos preguntarnos si Perrier no idealizaba en ese punto el “encuentro” precisamente porque de una cierta forma él no se situaba en el lugar de ese encuentro diciendo: “No, gracias, es muy poco para mí”. Así es que parece que dos de las obras psicoanalíticas más leídas estos últimos decenios hacen tentar, a los ojos de quien quiera dejarse engañar por ellas, con las maravillas del amor. Esta pendiente es fatal, Lacan lo había advertido. Él sabía que no era cuestión –no más para él como para cualquiera– de un bla bla bla sobre el amor, de escribir sobre el amor, de hacer un seminario sobre el amor, de consagrar un artículo al amor. Y no prometer más el amor a quien se tendía sobre el diván, como lo hizo imprudentemente Freud definiendo la curación como el acceso a las capacidades de amar y de trabajar.
La configuración del aprieto en el cual se encuentra Jacques Lacan se torna más clara. Ha terminado por saber cómo, psicoanalista, debía situarse respecto de los odioenamoramientos de los que era objeto, pero no puede producir de esto una teoría, ni ir más allá de ese deseo que ha promovido tan asiduamente, ni incluso hablar de amor de una manera al menos algo sostenida: él no era Erich Fromm y es posible imaginar que concebía qué aguas turbias se hubieran vertido un poco por todos lados si se hubiera puesto a pregonar que había inventado una nueva figura del amor. Helo aquí, entonces, obstaculizado.
Y más aún se lo puede imaginar porque esta obstaculización no concierne sólo a su posición de analista, sino a su vida misma. Lacan se dedicó él mismo a ligar su obra con su persona. Lo hizo fuera de su tierra, precisamente en Bruselas, donde se dirigía a eminentes... católicos. A los defensores del amor divino eterno, discretamente pero resueltamente provocador, él confiesa que su lugar en un sillón de analista, aquél donde se realiza ese duelo de sí mismo que supuestamente le permite igualarse a no importa quién, es también aquél donde anhela que acabe de “consumirse su vida” (consumir, no consumar). ¡Nada menos! Lo que hizo, se sabe. Es el gran tiempo de darse cuenta de que Lacan no fue solamente un psicoanalista sino que él no se impedía, según la ocasión, ser o al menos intervenir como un maestro espiritual. ¿Qué otro puede arrojar en las manos de quienes lo escuchan un objeto pequeño a materializado diciéndoles “Se los doy como una hostia”? ¿Qué otro sino un maestro espiritual puede, en una escuela que por otra parte ha forjado, proponer y obtener que allí sea puesto en su lugar, a su pedido, el dispositivo llamado del pase? ¿Qué otro puede enfrentar a los estudiantes revolucionarios de la universidad de Vincennes haciéndoles saber que ellos “aspiran a un amo”, pero también que preferirán su “bonanza” al garrote del amo? ¿Qué otro puede presionar a cada hijo de vecino a amar a su inconsciente, ese “saber fastidioso”? Tales gestos no dependen de una posición de analista. Lacan, incluso en sus análisis, podía operar como un amo espiritual (a ese respecto, las anécdotas no faltan).
Esa confesión tan íntima acerca de aquello a lo que consagró su vida, Lacan fue a decírselo a los que no eran sus alumnos. Había en él una estrategia del decir, lo que era lo mínimo a esperar de un practicante de la palabra. ¿Cómo va entonces, obstaculizado por lo que ha creído percibir de inédito en el lugar del amor, a hacerlo saber de todos modos? ¿Qué estrategia puede adoptar? Respuesta: tal como Pulgarcito dejando tras de sí sus piedritas, él va a destilar la cosa en pequeñas dosis “romeopáticas”, aquí y allá, sin jamás apoyar el trazo, velando para que no capten eso de lo que se trata solamente aquellos que sabrán poner ahí de lo suyo. Funciona aquí un modo de dirigirse al otro que yo presentaría, con un galimatías germánico y no sin cierta vulgaridad: demerden sie Sich! Al decírnoslo, no estaba en posición de poder. Pero atención, escuchen ese “¡despabílate!” no absolutamente sino relativamente. Tal como los maestros de las escuelas filosóficas antiguas, Lacan estaba al tanto de que el sujeto no puede despabilarse por si solo. Mejor aún, pensaba que cada uno no encuentra su libertad sino porque un otro, lejos de ser indiferente al prójimo, lejos de querer “respetar” la libertad del prójimo, se encontrará dirigido hacia la libertad del prójimo, se lanzará delante de esa libertad.
Y es entonces poniendo en obra mi libertad en el lugar del fantasma de Lacan que yo franqueo aquí mismo el paso que él no pudo dar jamás. Compuesta de imaginario y de simbólico, nuestra ficción toca ahora un punto de real. Asemejando los pequeños guijarros dispersados aquí y allá, cada uno etiquetados con la palabra “amor”, yo revelo que ellos componen una figura del amor inédita. Y aquí, mi caso y mi libertad se agravan: nombro a esta figura con su nombre, la llamo el amor Lacan.

TRADUCCIÓN: Norma Gentili
REVISIÓN DE LA TRADUCCIÓN: PP

jueves, 17 de abril de 2008

Imago Agenda Nº 118 (abril de 2008)

PRESENTACIÓN, por Alberto Santiere

“El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que era”. Esta frase de Paul Valéry –apenas quince años menor
que Freud–, podría retrotraernos a épocas en las que estaba todo por descubrirse. Sin embargo los tiempos que “corren” intentan descalificar como demodé a inventos magníficos de entonces, y no es el psicoanálisis la salvedad.
Los grandes teóricos que edificaron el sustento de nuestra praxis han surgido espaciados por décadas, y la actualidad nos encuentra rodeados de centenares de nuevos aportes valiosísimos –y Letra Viva es promotora histórica de ello– que empero no alcanzan la intensidad de los maestros europeos en cuanto al movimiento que han producido en la transmisión: institucional, teórica y cultural, a nivel mundial. Es que prosigue el estudio y análisis del extraordinario legado, y ante ese “faro” se suele minimizar lo que brilla con luz propia.
Los avances en la clínica para el abordaje de problemáticas consideradas inicialmente en los confines precarios de nuestro campo –tal las psicosis– son tan interesantes como lo es la cantidad de colegas abocados a hacer teoría desde el ejercicio clínico –y no a la inversa–. Podríamos aventurar entonces larga vida para el “arte” que nos alienta.
Constituye un fenómeno evidente que el psicoanálisis interviene discursivamente más en la cultura occidental que en el abordaje de los padecimientos propios del malestar –aunque aquí al sur del sur, haya encontrado su norte al rescate de la salud del sujeto más que en otras latitudes–.
La pervivencia de nuestro campo ¿se encuentra ligada al alcance del psicoanálisis en extensión? ¿La transmisión clara –aún de las complejidades teóricas en las que navegamos– no será la garantía para que no sea el hermetismo discursivo el que socave la proyección necesaria? El reinventar al psicoanálisis en cada sesión ¿se contrapone al despliegue de intervenciones profundas sobre aspectos de la sociedad que inciden fuertemente en lo que también va a parar al inconsciente y que afectan el andamiaje de la Salud Mental en su conjunto?
La novedad de aperturas presentes y por venir, tal vez augure un futuro que no se defina solo como un buen retorno.



EJE CENTRAL: "INNOVACIONES EN PSICOANÁLISIS", con textos de Jean Allouch, Fernando Ulloa, Isidoro Vegh, Germán García y Gabriel Lombardi.

Otros textos.
-Pasar el tiempo en Gesell (o sobre la declinación del prójimo), por Sergio Zabalza
-Abuso de metáfora (2ª parte), por Juan B. Ritvo
-Tres textos, tres fechas, tres lugares y un solo Lacan, por Pablo Peusner
-Vertientes del fantasma, por Nestor Bolomo
-El atajo de la cancelación tóxica, entrevista a Héctor López por Emilia Cueto
-Comentario del libro "Miente, miente, que al final algo quedará", por Elsa Coriat
-Dossier Martin Heidegger: "Hölderlin", por Martin Heidegger

El recuerdo del mayo francés en Buenos Aires


El Centro Franco Argentino de Altos Estudios de la Universidad de Buenos Aires, la Embajada de Francia en la Argentina, la Alianza Francesa, la Sala Lugones y el Centro Cultural Rojas organizarán en Buenos Aires diversos actos para recordar los acontecimientos de Mayo de 1968 francés.


Para más datos, hacer click aquí.

miércoles, 16 de abril de 2008

Acerca de una rareza en el marco de la Conferencia que Jacques-Alain Miller brindará en Buenos Aires


Como todo el mundo sabe, la semana del 21 al 25 de abril se celebrará en Buenos Aires el VI congreso de la AMP. Y como broche de oro, el sábado 26, Jacques-Alain Miller brindará una conferencia en el Teatro Coliseo. Hasta el momento, no hay anuncios sobre el tema acerca del cual JAM disertará ante las 1900 personas que caben sentadas en dicho teatro.
Pero quiero detenerme en el afiche, puesto que en su última línea de texto incluye una cláusula que es, al menos, curiosa. Al lado del teléfono de la EOL dice entre paréntesis: "precio reducido para menores de 26 años".
En primer lugar, en ningún lado el anuncio informa del costo de la entrada. Y en segundo lugar... ¿cómo habrá sido establecido el límite etario para alcanzar ese preciado descuento?
Si alguno de los lectores tiene idea del motivo, le ruego que me lo haga saber. ¿Les pasa algo en especial a los psicoanalistas luego de cumplir los 26? O como en la Quiniela el número 26 es "la misa"... ¿se tratará de algún signo "religioso" que oficia de consigna para la entrada?
El sábado en cuestión estoy invitado a presentar el libro de Alejandra Porras titulado "Azar y destino en psicoanálisis" que ya he recomendado en este blog. Como el evento es a las 11.30 hs. y seguro habrá un brindis posterior, es probable que no llegue. Así que, en todo caso, si a las 13.45 hs. no estoy, empiecen.
¡Qué bárbaro lo de los 26! Estoy muy impresionado. Pero todo lo que se me ocurre escribir es irónico y lejos de mí querer herir susceptibilidades.
Au revoir.
PP.

Anticipo. "Opacidades" 5


Nueva página del Foro Analítico del Río de La Plata (FARP)



Para acceder a la página, haga click sobre la imagen.

martes, 15 de abril de 2008

Giorgio Agamben. "La amistad" (texto publicado en una separata del libro "Profanaciones")

La amistad está tan estrechamente ligada a la definición misma de la filosofía que se puede decir que sin ella la filosofía no sería propiamente posible. La intimidad entre amistad y filosofía es tan profunda que ésta incluye el phílos, el amigo, en su mismo nombre y, como suele suceder en toda proximidad excesiva, corre el riesgo de no llegar a realizarse. En el mundo clásico, esta promiscuidad y casi consustancialidad del amigo y del filósofo se daba por descontada y es ciertamente por una intención en algún sentido arcaizante que un filósofo contemporáneo -en el momento de formular la pregunta extrema: "¿qué es la filosofía?- llegó a escribir que ésta es una cuestión para tratar entre amis. Hoy la relación entre amistad y filosofía, de hecho, ha caído en descrédito y es por una suerte de compromiso y mala conciencia que aquellos que hacen profesión de filosofía intentan vérselas con este partner incómodo, y por así decir, clandestino de su pensamiento. Hace muchos años, un amigo, Jean-Luc Nancy, y yo habíamos decidido intercambiar cartas sobre el tema de la amistad. Estábamos persuadidos de que ése era el mejor modo de acercarnos y casi "poner en escena" un problema que de otro modo parecía escapar a un tratamiento analítico. Yo escribí la primera carta y esperaba no sin temblor la respuesta. No es éste el lugar para intentar entender por qué razón -o quizá malentendido- la llegada de esa carta de Jean-Luc significó el fin del proyecto. Pero es cierto que nuestra amistad -que en nuestros objetivos habría debido abrirnos un acceso privilegiado al problema- fue en cambio un obstáculo y resultó, de algún modo, al menos provisionalmente, oscurecida. Es por un malestar análogo y probablemente consciente que Jacques Derrida eligió como leitmotiv de su libro sobre la amistad un lema sibilino que la tradición atribuye a Aristóteles y que niega la amistad en el mismo gesto con el que parece evocarla: ô phíloi, oudeís philos, "¡Oh amigos, no hay amigo!". Uno de los temas del libro es, de hecho, la crítica de aquella que el autor define como la concepción falocéntrica de la amistad, que domina nuestra tradición filosófica y política. Cuando Derrida estaba todavía trabajando en el seminario del cual nació su libro, habíamos discutido juntos acerca de un curioso problema filológico que concernía precisamente al lema en cuestión. El se encuentra citado, entre otros, en Montaigne y en Nietzsche, quienes lo habrían extraído de Diógenes Laercio. Pero si abrimos una edición moderna de las Vidas de filósofos, en el capítulo dedicado a la biografía de Aristóteles (V, 21) no encontramos la frase en cuestión, sino una en apariencia casi idéntica, cuyo significado es no obstante diverso y bastante menos enigmático: "aquel que tiene (muchos) amigos, no tiene ningún amigo". Una visita a la biblioteca fue suficiente para aclarar el misterio. En el año 1616, el gran filólogo de Ginebra Isaac Casaubon decide publicar una nueva edición de las Vidas. Junto al pasaje en cuestión -que todavía en la edición procurada por el suegro Henri Etienne decía ô phíloi (oh, amigos)- corrigió sin titubear la enigmática lección de los manuscritos, que se volvió así perfectamente inteligible, y por esto, fue acogida por los editores modernos. Dado que informé enseguida a Derrida del resultado de mis investigaciones, quedé sorprendido, cuando el libro salió publicado con el título Politiques de l´amitié (Políticas de la amistad), al no encontrar allí ninguna huella del problema. Si el lema -apócrifo según los filólogos modernos- figuraba en el libro en su forma originaria, no era ciertamente por un olvido (descuido): era esencial, en la estrategia del libro, que la amistad fuera, al mismo tiempo, afirmada y puesta en duda. En esto, el gesto de Derrida repetía el de Nietzsche. Cuando era todavía un estudiante de filología, Nietzsche había comenzado un trabajo sobre las fuentes de Diógenes Laercio, y la historia del texto de las Vidas (y por ende, también la enmienda de Casaubon) debía de serle perfectamente familiar. Pero la necesidad de la amistad y, al mismo tiempo, cierta desconfianza hacia los amigos eran esenciales para la estrategia de la filosofía nietzscheana. De aquí el recurso a la lección tradicional, que en sus tiempos ya no era corriente [...]. Es posible que a este malestar de los filósofos modernos haya contribuido el particular estatuto semántico del término "amigo". Es sabido que nadie ha logrado jamás definir de modo satisfactorio el sentido del sintagma "te amo", tanto que se podría pensar que él tiene carácter performativo -esto es, que su significado coincide con el acto de su enunciación. Consideraciones análogas se podrían hacer en relación con la expresión "soy tu amigo", aunque aquí el recurso a la categoría de lo performativo no parece posible. Creo, más bien, que "amigo" pertenece a aquella clase de términos que los lingüistas definen como no-predicativos, es decir, términos a partir de los cuales no es posible construir una clase de objetos en la cual inscribir los entes a los que se atribuye el predicado en cuestión. "Blanco", "duro", "caliente" son por cierto términos predicativos; pero ¿es posible decir que "amigo" defina en este sentido una clase consistente? Por extraño que pueda parecer, "amigo" comparte esta cualidad con otra especie de términos no-predicativos: los insultos. Los lingüistas han demostrado que el insulto no ofende a quien lo recibe porque lo inscribe en una categoría particular (por ejemplo, la de los excrementos o la de los órganos sexuales masculinos o femeninos, según las lenguas), lo cual sería sencillamente imposible o, en todo caso, falso. El insulto es eficaz precisamente porque no funciona como un enunciado "constatativo", sino más bien como un nombre propio, porque llama en el lenguaje de un modo que el llamado no puede aceptar, y del cual sin embargo no puede defenderse, como si alguien se obstinara en llamarme Gastón sabiendo que me llamo Giorgio. Lo que ofende en el insulto es, así, una pura experiencia del lenguaje y no una referencia al mundo. Si esto es verdadero, "amigo" compartiría esta condición, además de con los insultos, con los términos filosóficos, que, como se sabe, no tienen una denotación objetiva, y, como aquellos términos que los lógicos medievales definían como "transcendentes", significan sencillamente el ser. Quisiera que observen ahora con cuidado la reproducción del cuadro de Giovanni Serodini que tienen antes sus ojos [Incontro di San Pietro e San Paolo sulla via del martirio, N. de T.]. La tela, conservada en la Galería nacional de arte antiguo de Roma, representa el encuentro de los apóstoles Pedro y Pablo en la calle del martirio. Los dos santos, inmóviles, ocupan el centro de la tela, rodeados por la gesticulación desordenada de los soldados y los verdugos que los conducen al suplicio. Los críticos a menudo han hecho notar el contraste entre el rigor heroico de los dos apóstoles y la confusión de la muchedumbre, iluminada aquí y allá por las luces salpicadas sobre los brazos, sobre los rostros, sobre las trompetas. Por mi parte, creo que lo que hace que este cuadro sea incomparable es que Serodine ha representado a los dos apóstoles tan cercanos, con las frentes casi pegadas la una sobre la otra, que no pueden verse en absoluto: sobre la calle del martirio, se miran sin reconocerse. Esta impresión de una proximidad por así decir excesiva es todavía mayor dado el gesto silencioso de las manos que se estrechan por lo bajo, apenas visibles. Siempre me ha parecido que este cuadro contiene una perfecta alegoría de la amistad. ¿Qué es, en efecto, la amistad, si no una proximidad tal que no es posible hacer de ella ni una representación ni un concepto? Reconocer a alguien como amigo significa no poderlo reconocer como "algo". No se puede decir "amigo" como se dice "blanco, "italiano", "caliente" -la amistad no es una propiedad o una cualidad de un sujeto-. Pero es tiempo de comenzar la lectura del pasaje de Aristóteles que me proponía comentar. El filósofo dedica a la amistad un verdadero tratado, que ocupa los libros octavo y noveno de la Etica para Nicómaco. Dado que se trata de uno de los textos más célebres y controvertidos de toda la historia de la filosofía, daré por descontado el conocimiento de las tesis más consolidadas: que no se puede vivir sin amigos; que es preciso distinguir la amistad fundada sobre la utilidad o sobre el placer de la amistad virtuosa, en la cual el amigo es amado como tal; que no es posible tener muchos amigos; que la amistad a distancia tiende a producir olvido, etcétera. Todo esto es archisabido. Hay, en cambio, un fragmento del tratado que me parece no ha recibido la suficiente atención, aunque contiene, por así decir, la base ontológica de la teoría. Se trata de 1170 a 28 - 1171 b 35. Leamos juntos el pasaje: El que ve, siente (aisthánetai) el ver; el que escucha, siente el escuchar, el que camina, siente el caminar, y así para todas las otras actividades hay algo que siente que estamos ejerciéndolas, de modo que si sentimos, nos sentimos sentir, y si pensamos, nos sentimos pensar, y esto es lo mismo que sentirse existir: existir significa en efecto sentir y pensar. Sentir que vivimos es de por sí dulce, ya que la vida es por naturaleza un bien y es dulce sentir que un bien tal nos pertenece. Vivir es deseable, sobre todo para los buenos, ya que para ellos existir es un bien y una cosa dulce. Con-sintiendo, prueban la dulzura por el bien en sí, y lo que el hombre bueno prueba con respecto a sí, también lo prueba con respecto al amigo: el amigo es, en efecto, un otro sí mismo. Y como, para cada uno, el hecho mismo de existir es deseable, así -o casi- es para el amigo. La existencia es deseable porque se siente que ella es una cosa buena y esta sensación es en sí misma dulce. Pero entonces también para el amigo se deberá consentir que él existe, y esto adviene en el convivir y en el tener en común (koinomeîn) acciones y pensamientos. En este sentido se dice que los hombres conviven (syzên), y no como el ganado, que comparte la pastura. [...] La amistad es, en efecto, una comunidad y, así como es con respecto a sí mismo, así también para el amigo: y como, con respecto a sí mismo, la sensación de existir es deseable, así también será para el amigo. Se trata de un pasaje extraordinariamente denso, porque allí Aristóteles enuncia tesis de la filosofía primera que no es dado hallar bajo esta forma en ningún otro de sus escritos:
1) Hay una sensación del ser puro, una aísthesis de la existencia.
2) Esta sensación de existir es en sí misma dulce.
3) Hay una equivalencia entre ser y vivir, entre sentirse existir y sentirse vivir. Es una decidida anticipación de la tesis nietzscheana según la cual "ser: no tenemos de ello otra experiencia más que vivir".
4) En esta sensación de existir insiste otra sensación, específicamente humana, que tiene la forma de un con-sentir la existencia del amigo. La amistad es la instancia de este con-sentimiento de la existencia del amigo en el sentimiento de la existencia propia. Pero esto significa que la amistad tiene un rango ontológico y, al mismo tiempo, político. La sensación del ser está, de hecho, siempre re-partida y com-partida y la amistad nombra este compartir. 5 El amigo es, por esto, un otro sí, un alter ego. Llegados a este punto, el rango ontológico de la amistad en Aristóteles se puede dar por descontado. La amistad pertenece al protè philosophía, porque lo que en ella está en cuestión concierne a la misma experiencia, la misma "sensación" del ser. Se comprende entonces por qué "amigo" no puede ser un predicado real, que se suma a un concepto para inscribirlo en una cierta clase. En términos modernos, se podría decir que "amigo" es un existencial y no un categorial. Pero este existencial -como tal, no conceptualizable- está atravesado sin embargo por una intensidad que lo carga de algo así como una potencia política. Esta intensidad es el syn, el "con" que reparte, disemina y vuelve compartible la misma sensación, la misma dulzura de existir. Que este compartir tiene, para Aristóteles, un significado político, está implícito en un pasaje del texto que acabamos de analizar y sobre el cual es oportuno volver: Pero entonces también para el amigo se deberá con-sentir que él existe, y esto adviene en el convivir y en el tener en común (koinoneîn) acciones y pensamientos. En este sentido se dice que los hombres conviven (syzên), y no como el ganado, que comparte la pastura. La expresión que hemos traducido como "compartir la pastura" es en tò autò némesthai. Pero el verbo némo -que , como se sabe, es rico en implicaciones políticas, basta pensar en el derivado nómos- también significa: "formar parte", y la expresión aristotélica podría querer decir sencillamente "formar parte de lo mismo". Es esencial, en todo caso, que la comunidad humana sea definida aquí, con respecto a la animal, a través de un convivir (syzên adquiere aquí un significado técnico) que no está definido por la participación en una sustancia común, sino por un compartir puramente existencial y, por así decir, sin objeto: la amistad como con-sentimiento del puro hecho de ser. El que esta sinestesia política originaria se haya convertido con el tiempo en el consenso al cual confían hoy sus suertes las democracias en la última, extrema y exhausta fase de su evolución es, como se suele decir, otra historia, sobre la cual los dejo reflexionar.


(1) Se trata del cuadro Incontro di San Pietro e San Paolo sulla via del martirio, de Giovanni Serodine (1624-1625)

Traducción de Flavia Costa.