sábado, 6 de septiembre de 2008

Antonio Quinet. "El tiempo de Laïusser" (1)






Antonio Quinet (Br.) (2)



Traducción de Pablo Peusner


Estamos en tiempos del Padre real. La figura representativa del Padre simbólico, aquel que une el deseo con la ley, que barra el goce devastador de la Madre, el padre normativizador que protege y apacigua, ese padre está desapareciendo en la espesa aletósfera producida por la humareda de la deforestación de la subjetividad en el mundo contemporáneo. De nada sirve lamentar la declinación de la autoridad paterna, acusar al padre de humillado, impotente y desdentado, y de recibir lo que todos ya saben que recibe quien es el esclavo de la familia o el papá.
La figura paterna que ha emergido de su oscuro anonimato es el Padre real, el “gran cogedor” –como dice Lacan–, el padre cabrón fuera de la ley, gozador, que trata a los hijos como objeto. Tenemos como ejemplos recientes al austriaco Joseph Fritzl manteniendo en cautiverio a su hija durante 18 años y engendrando con ella sus propios hijos, y el padre violento, poseído por una ignorancia feroz como el padre de Isabela el que ayudado por la madrastra en un insano acto la tiró por la ventana.
Nuestra sociedad contemporánea parece vivir el mito de Tótem y Tabú al revés: el desmoronamiento de la Ley simbólica deja abierto el camino para el retorno del cadáver vivificado del padre muerto, el Urvater, figuración del Padre real, como padre gozador de la horda primitiva, tiránico abusador y asesino, que es llamado por Lacan el “padre Orangután”. El asesinato del padre y su sustitución simbólica por un tótem, le hace decir a Freud que en el inicio era el acto –o sea, que en el inicio de la civilización hay un acto–. En estos tiempos de barbarie contemporánea lo que hace aparición no es el acto de los hijos imponiendo la Ley, sino los actos desmedidos del Padre real que hace su ley –ley del goce– fuera de cualquier Ley del campo del Otro.
Retomemos el mito de Edipo a la luz del padre real de Tótem y Tabú. ¿Quién es el padre de Edipo? En verdad él tiene dos padres: el padre biológico Layo, rey de Tebas, al que no conocía y mató sin saberlo; y Pólibo, quien lo crió en Corinto. Pero es Layo el que aparece como Padre real cuya desmesura genera la Até, la desgracia, la maldición sobre los Labdácidas que será transmitida y pagada por tres generaciones: el propio Layo, Edipo y sus hijos Eteocles, Polinice, Antígona e Ismena. Layo es hijo de Lábdaco, rey de Tebas y cuando este es asesinado, él es llevado a los dos años de edad para Frigia siendo recibido por el rey Pélope que lo adopta. Layo tiene también dos padres. Pélope tiene un hijo llamado Crisipo, el que al alcanzar la adolescencia es entregado a Layo para que se encargue de su educación. Este se enamora del muchacho y lo rapta. Pélope lanza, entonces, su maldición: “si tuvieres un hijo él te matará y toda tu descendencia será desgraciada”. De allí viene la maldición y toda la historia cuyo desarrollo está en la pieza de Sófocles (de la que ustedes asistirán a mi versión luego de esta mesa) (3). La desmesura de Layo no fue la de haber mantenido relaciones con Crisipo, puesto que la relación pedagógica erastes-erômenos era aceptada como una relación pedófila normal de amante-amado, profesor-alumno, en la cual el saber no podía ser transmitido sin Eros. La hybris [desmesura] de Layo fue el haberlo secuestrado y de esa forma haber roto las leyes de la hospitalidad, traicionando a aquel que lo había acogido. Por la maldición de Pélope a Layo, este hace agujerear los pies de su hijo Edipo y manda a matarlo.
Según mi interpretación, Edipo no quiso saber del crimen del padre, ni de su tentativa de asesinato. Él, en su investigación, fue hasta el punto en que descubrió que mató a su padre y que la mujer con quien yacía era su madre. Pero no fue más allá de eso puesto que no quiso saber de la maldición heredada ni de la desmentida paterna.
Si comparamos el desarrollo trágico de la investigación de Edipo acerca de su origen –como lo hacen Freud y Lacan– con el recorrido de un análisis, podemos decir con Lacan que si Edipo hubiese tenido tiempo de Laïusser tal vez no habría tenido el desenlace que tuvo.
Lacan introduce ese comentario sobre la pieza de Sófocles Edipo Rey en el seminario RSI cuando señala que el agujero de lo simbólico, correspondiente a la recalcadura imaginaria, es la muerte. La peste, dice Lacan, es eso: “Es preciso que la peste se propague en Tebas para que ese ‘todos’ deje de ser un puro simbólico y pase a ser imaginable. Es preciso que cada uno se sienta concernido por la presencia de la peste”. Esta es por lo tanto lo real del agujero de lo simbólico imaginarizado –peste que es el desdoblamiento de la calamidad provocada por la Esfinge, otra figura de la muerte y de la Até, desgracia, de los Labdácidas–. Edipo, continua Lacan, “sólo mató a su padre por no haberse dado un tiempo de Laïusser. Si lo hubiera hecho, por el tiempo que hubiera sido necesario, habría sido el tiempo de un análisis, puesto que era por eso que él erraba por los caminos” (Lacan, RSI, lección del 17/12/1974).
Laïusser, francés, es derivado de lalue, que significa ‘discurso’, ‘habla’, ‘peroración’, en la jerga de las Escuelas. User en francés significa ‘utilizar’ y también ‘gastar’, usar hasta el final como una suela de zapato que de tanto ser usada finalmente se gasta, se acaba. En el análisis es necesario tiempo para usar y gastar al padre real. Tiempo para ir más allá del deseo de salvar al padre, confrontarse con su crimen y vencer la orden de ignorancia feroz.
Pasando del mito a la estructura: es necesario tiempo para vérselas con lo imposible del agujero de lo simbólico ahí donde yace el goce del padre real imaginarizado, ya que el padre real y el padre imaginario tienden a inmiscuirse uno en el otro. Y con el padre que aparece como abusador y criminal en la histeria y en la neurosis obsesiva cuyo goce se sintomatiza en el hijo. Y con el padre de una paciente del hospital que la rechazaba cuando todavía bebé ella lloraba y cuyo síntoma actual es un llanto sin fin y sin motivo; o con el padre militar que colaboró con la dictadura de otra analizante que hace de su cuerpo un escenario de torturas, o con el padre agente de impuestos de renta de un obsesivo que se enriqueció ilícitamente dejándole a su hijo la deuda de un eterno desempleo.
El neurótico prefiere salvar al padre antes que encontrarse con su canallada; prefiere sufrir con su síntoma antes que saber del crimen del padre y sus consecuencias. Prefiere, como Edipo, sentirse culpable de sus actos antes que develar la desmesura del goce paterno. Se trata de encontrarse con lo real del padre y confrontarse con la consecuencia de la falta radical del Otro, o sea, el goce mortífero más allá del desamparo. Y para eso es necesario Laïusser, usar-al-Layo, gastar-al-Layo de cada uno.
La posición del padre real, siguiendo a Lacan, está articulada en Freud como un imposible y no resulta sorprendente, dice él, que encontremos sin cesar al padre imaginario. Es una dependencia necesaria, estructural (Seminario XVII). Lo vemos en la figura del fantasma del padre: el espectro del cadáver vivo, como el padre del Hombre de las Ratas que a pesar de muerto se le aparece vivo en medio de la noche, y el padre de Hamlet, el que además de aparecer, habla. El espectro es el habitante de esa zona entre-dos-muertes, campo de goce, del Hades al infierno, donde penan las almas pecadoras y criminales a la espera de la segunda muerte. “Soy el espíritu de tu padre y vivo errante noche y día hasta que la podredumbre de mis crímenes sea quemada y purificada” –dice el padre de Hamlet al inicio de la pieza–. Las mitologías crearan ese hábitat para el padre real. Pero quien arde es el hijo. Arde a causa de los pecados del padre, como dice Lacan (Seminario XI). ¿Padre, no ves que estoy ardiendo a causa de tus pecados? Y el espectro del padre de Hamlet le dice que “la menor de mis faltas angustiaría tu alma, helaría tu joven sangre y tus ojos saltarían de las órbitas como los astros de sus esferas...”.
Los crímenes del padre son un real que no cesa de no decirse para el hijo, insisten y se vuelven un síntoma del hijo –como la deuda del padre del Hombre de las Ratas, y el goce oral del padre de Dora–.
El espectro recubre, enmascara, vela y también devela al padre real y a lo real del Padre. El espectro es la escenificación de la articulación entre el padre real y el padre imaginario. Es lo que se encuentra, como dice Marc Strauss, en la fantasía de “pegan a un niño” donde las escenas ven al sujeto petrificar, cristalizar un exceso como un ciframiento primero, una representación de lo innominable del goce (Tréfle, mayo 1999, nº 2, p. 48). No importa si es efectivamente el goce del Padre de lo que se trata o del goce imaginarizado del Padre, y sí del dispositivo que el sujeto emplea para respaldar un goce que se le presenta como exterior, viniendo del Otro.
El padre del crimen no es el padre de la ley, el Nombre-del-Padre. El padre que comete estupro, el ladrón y el asesino, son figuras del padre imaginario que ponen en escena la hybris del padre: el goce desmedido. La desmesura del padre como su real es aquello de lo que el hijo, enérgicamente, no quiere saber. El hombre es como Edipo, hijo de Layo –él no quiso saber de la desmesura paterna–. En el lugar del padre real existe, dice Lacan, la orden de una feroz ignorancia (Seminario XVII, p. 159).
Hay una prohibición: “Está excluido que se analice al padre real –dice Lacan en Télévision– y para mejor el manto de Noé cuando el padre es imaginario” (Télévision, Seuil, p. 35). Un día Noé se emborrachó y quedó desnudo en su tienda. Uno de sus hijos, Cam, lo vio y fue a llamar a los otros dos quienes al llegar se taparon los ojos y lo cubrieron con un manto para esconder desnudez paterna y salieron de espaldas para no verlo. Estos se salvaron, pero toda la descendencia de Cam recibió una maldición. Lo que Noé hacía desnudo en su tienda jamás lo sabremos, pero sin duda era algo de la orden del goce que ningún hijo podía en tiempo alguno ver o saber. Toda desnudez del padre será castigada... en el hijo.
El padre que mata al hijo es abordado por Lacan a partir del sacrificio de Isaac por su padre Abraham comentado por Kierkegaard en Temor y Temblor, donde describe cuatro variantes del mito que se diversifican a partir del punto en el que Dios le dice a Abraham: “sacrifica a tu hijo, mátalo”. La primera que describe es la tentativa de filicidio. Abraham tomó a Isaac por el pecho, lo arrojó al suelo y gritó: “¡Estúpido! ¿Crees que soy un padre? No, no soy tu padre. ¡Soy un idólatra! ¿Crees que estoy obedeciendo a un mandato divino? No. ¡Hago esto solamente porque me da la gana y porque me inunda de placer!”. Abraham aparece como el padre real que diría: “¡Voy a matarte por puro goce!”. Entonces, Isaac exclamó angustiado: “¡Dios de Abraham, ten piedad de mí! ¡Sé mi padre, ya no tengo otro en este mundo!”. Abraham se dirigió a Él, diciendo: “Señor omnipotente, recibe mi humilde acción de agradecimiento, pues es mil veces mejor que mi hijo crea que soy un monstruo a perder la fe en ti” (Kierkegaard, 2004, p. 22). El padre monstruo, capaz de matar al hijo aunque sea por amor a Dios, es el que es transmitido al hijo como su pecado.
Es a propósito de este pasaje de Kierkegaard que Lacan dice en el Seminario XI que aquello que se hereda es el pecado del padre. Isaac hereda el crimen del padre de haber deseado matarlo. He aquí la herencia de Isaac y también la de Edipo. A diferencia de Abraham que en el mito judeo-cristiano recibe la orden de Dios de matar a su hijo preferido como prueba de su amor, es Layo mismo quien decide matar a su hijo Edipo para evitar que este lo mate: siguiendo la maldición oracular, le perfora entonces los pies y lo entrega a un pastor para ser arrojado entre la basura del monte Citéron.
El Urvater de Tótem y Tabú, Noé con su desnudez, el Dios de Abraham, Yahvé con feroz ignorancia y Layo, son figuras imaginarizadas y míticas del padre real.
Edipo lleva en su nombre y en su cuerpo la marca del crimen del padre. La herida causada por su padre al perforarle los tobillos para colgarlo como un animal y exponerlo, y el edema que le ocasionó fue lo que le dio el apodo de Oidipous –de oiden, ‘edema en los pies’–. El apodo se convirtió en nombre propio y la herida lo dejó cojo. Su pie porta un saber (oida) sobre el crimen del padre, del que Edipo nada quiso saber. La Esfinge, como apunta Jean-Pierre Vernant, enunciaba el enigma de los pies mediante un equívoco con su nombre: “tetrapous, dipois, tripou”, le dice ella a Oidipous quien al responder ‘el hombre’, suprimió –como dice Lacan– el suspenso de la verdad. La verdad sobre la castración y el gozo de Layo –el padre real se manifiesta en Edipo como aquel que determina la Até de la familia de los Labdácidas, de la que ella y su descendencia resultan heridos, Até que también se manifiesta como feroz ignorancia: el mandamiento superyoico de no-saber–. Es porque más allá del deseo de saber que lo impulsa a querer investigar su origen, Edipo está poseído por la pasión de la ignorancia. Por cierto, ¿no será la fuerza de esa pasión la que hace a Lacan decir que, finalmente, no existe ningún deseo de saber?
Lo que Edipo ignora es que su nombre es una letra que cifra un goce, un goce del Otro paterno: un “x” con función de sínthoma, o sea, una escritura del goce del Inconsciente. Oidipous, Pie-Hinchado es el signo del goce del Padre que deseó matarlo y del que él no quiso saber; Oidipous, Pie-que-sabe es la letra que confiere la marca del saber de lo real, saber del crimen del padre que originó la Até de los Labdácidas –móvil del filicidio que hace de Edipo el objeto rechazado por el Otro– es el sello de su ser de deyección. Rechazado por sus padres, al final de la pieza de Sófocles, se lo ve apagarse como sujeto ante el Otro social que representa Tebas. Oidipous no cree en su ser de sínthoma, no cree que él sea capaz de un decir, puesto que no quiere saber que se trata de una cifra de goce. Entonces, anda errando por ahí en su ignorancia y permanece esclavizado por el goce del Padre, siervo del destino. Edipo está preso en la ignoerrancia.
El crimen del padre real como goce desmedido es transmitido como error trágico que el hijo lleva como Oidipous con su síntoma en el pie.
Por un lado encontramos la herencia de la castración que se transmite de padre a hijo: Lábdaco, ‘el manco’, Layo, ‘el tuerto’ y Edipo, el ‘pie hinchado’. Por otro lado, está la transmisión de la maldición que Edipo hereda como modo de goce del padre inscripto en su nombre y su cuerpo. Esa letra es el nombre del goce del padre real. El nombre que condensa al goce inscripto en el enigma de la Esfinge que Oidipous no escuchó.
El tiempo del análisis es el tiempo de Laïusser: tiempo de Lay-osar –tiempo de tener la osadía de confrontarse con el crimen y con el goce desmedido y ectópico del sujeto, que este localiza en el lugar del vacío del Otro– lugar topológico de la desmesura del Padre real. Es necesario un tiempo de peroración para que el sujeto lo gaste suficientemente y se revele aquello que es: una nada vaciada de goce. El tiempo de Laïusser es el tiempo de mirarse los pies, escuchar a los pies y pensar con los pies.-



NOTAS.

(1). Se trata del neologismo introducido por Lacan en la sesión del 17 de diciembre de 1974 del seminario RSI, el que Quinet ha volcado en su texto como laiousar. Para evitar el pasaje del término del francés al portugués y de allí al español, he decidido dejarlo directamente en francés para explorar mejor sus posibles articulaciones. Se trata de un neologismo en forma de verbo, en el que laïusser podría traducirse como ‘perorar’, a partir del sustantivo laïus, ‘perorata’, a la vez que hay en él una referencia a Laïos, padre de Edipo. Debemos destacar que el término laïusser figura en el diccionario francés Robert como una expresión familiar que significa ‘hacer discursos’, de modo vago o enfático. El segundo componente del término, user, significa ‘usar’, ‘consumir’ (nota de PP).

(2). Trabajo presentado en mesa plenaria del 5º Encuentro de la Internacional de los Foros, Escuela de Psicoanálisis de los Foros del Campo Lacaniano: “Los tiempos del sujeto del inconsciente, el psicoanálisis en nuestro tiempo y el tiempo del psicoanálisis” (San Pablo, Brasil, 5 y 6 de julio de 2008).

(3). Efectivamente, el sábado 5 de Julio de 2008, al terminar la mesa en la que Antonio Quinet layó este trabajo, se presentó la obra teatral “Oidipus, Filho de Laios” en el teatro de la UNIP, con texto y dirección del propio Quinet. (nota de PP).