jueves, 17 de enero de 2008

Elisabeth Roudinesco. "Teoría lacaniana del amor" (Diario Le Monde, 18/1/08)

Pronunciado en 1970-1971, el seminario de Jacques Lacan acerca del semblante se presenta como la segunda etapa de una interrogación iniciada por él en 1958 acerca de las relaciones entre el hombre y la mujer en la sociedad moderna. A través de una correcta transcripción y con el agregado de un índice y un aparato crítico, Jacques-Alain Miller se ha esforzado en esta catorceava entrega de ese seminario de largo aliento –de los que quedan por establecer aun once volúmenes– por simplificar el estilo de su suegro con buenos resultados.
Se descubre aquí a un Lacan preocupado por oponer el discurso del inconsciente –aquel del goce y de la repetición en estado bruto, no apto para toda forma de semblante– con un discurso de la parada, del amor y entonces del semblante, necesario a toda relación entre el hombre y la mujer.
Contrariamente a una tradición del psicoanálisis consistente en ubicar al padre en el centro de la teoría, Lacan, influenciado aquí por Jacques Derrida, intenta demostrar que en el amor y el sexo, los dos partenaires no son complementarios en forma alguna.
El hombre sería el esclavo del semblante, obligado, para existir, a exhibir sin cesar una virilidad que no controla, mientras que la mujer estaría más próxima a una prueba de verdad, de una suerte de escritura o de archi-écriture, que le permitiría escapar al semblante. Así es que la mujer resulta no-toda, allí donde el hombre tiene necesidad de ser un al menos uno, es decir un todo, o, a falta de eso, un semblante del Todo. De donde surge el aforismo: no hay proporción sexual, lo que quiere decir, más simplemente, que la relación amorosa no es una proporción, sino más bien una lucha entre dos contrarios, cada uno en posición disimétrica ante el otro.
En esta perspectiva, la mujer nunca es la encarnación de una esencia femenina. Ella no existe como una totalidad invariante, idéntica a sí misma por toda la eternidad, como tampoco el hombre es un amo que lograría dominarla dándose la ilusión de su total potencia. Lacan comienza así, sin decirlo, a responder en forma diferida a Simone De Beauvoir oponiéndole implícitamente su fórmula –La mujer no existe– a la anticipada por ella en 1949 en El Segundo Sexo: “No se nace, sino que se deviene mujer”.
Esta teoría del amor, que será desarrollada más extensamente en el seminario Aun, en 1972-1973 (Seuil, 1975), permite a Lacan deconstruir exitosamente los mitos de la dominación masculina en los que se había concentrado, por una psicologización excesiva del complejo de Edipo, una buena parte de la comunidad psicoanalítica. Así es como responde también a las críticas anti-edípicas que comenzaban a ser formuladas por Gilles Deleuze y Félix Guattari (El Anti-Edipo, Minuit, 1972), contra los herederos familiaristas de Freud.


Diferencia de los sexos

No obstante, esta teoría no lo ayuda a captar la importancia de la nueva interrogación acerca de la identidad de género (gender), contemporánea sin embargo de su propia enseñanza, y que ponía en cuestión, como lo había hecho Beauvoir, la misma tradición esencialista de la diferencia de los sexos. Lo testimonia necesariamente su recusación de los trabajos del gran psicoanalista Robert Stoller acerca del transexualismo, del que viene de tomar conocimiento.
¿Acaso entonces Lacan necesita esquivar las innovaciones de la escuela americana para construir una lógica de la sexuación que, por brillante que sea, terminará por transformarse en una matematización dogmática de la diferencia sexual?

El mito individual del neurótico (Seuil, 116 p. 12 €) reúne tres conferencias dictadas por Lacan entre 1953 y 1956. Dos de ellas son una respuesta a Claude Lévi-Strauss, quien había comparado la cura psicoanalítica con la cura chamánica, y la tercera es una intervención, inédita hasta el momento, acerca de la función religiosa del símbolo en la cual Lacan, por invitación del reverendo Padre Bruno, dialoga con Mircea Eliade a propósito de Juan de la Cruz. Refutando el arquetipo jungiano, intenta hacerle comprender a su asombrado interlocutor que ninguna cultura humana puede ser pensada como “más primitiva” que otra puesto que “un perro celeste es tan perro como un perro terrestre”, siendo uno y otro nombrados por el lenguaje. ¡Desopilante!

(Traducción: Pablo Peusner)